El silencio se apoderó del rellano, la escalera y hasta de los locales del edificio. Sólo el olor a metralla dejaba claro que aquélla no era una mañana cualquiera.
—¿Qué ha ocurrido? —se atrevió a preguntar alguien al llegar a la quinta planta.
No hubo más respuesta que un dedo señalando la puerta, abierta a tiros, a lo que respondió con un grito ahogado. Un agente de policía se asomó desde el vestíbulo y miró con gravedad a los curiosos quienes, pese a las advertencias, habían permanecido allí. Finalmente el funcionario fue tajante:
—No abandonar el escenario del crimen es un delito de obstrucción.
Los presentes dieron un respingo y comenzaron a bajar por la escalera. Lo hicieron en silencio, como si hablar de lo que habían visto también fuera ilegal.
Cuando llegaron al segundo piso uno de ellos sacó sus llaves, que tintinearon con el temblor de su mano.
—Entrad. Prepararé tila para calmarnos.
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