Ganador del primer premio del concurso de otoño 2019 de ¡¡Ábrete libro!!
12 de diciembre de 1492
La bruma que emanaba de las olas le habían hecho dar dos falsas alarmas, pero a la tercera pudo ver con sus propios ojos lo que parecía una costa borrosa apareciendo en el horizonte.
—¡Tierra a la vista!
Con la emoción de haber cumplido por fin con su cometido bajó de la cofa, tanteando con cuidado los tablones de la escala cimbreante, y, cuando estaba a un metro del suelo, saltó para aterrizar sobre sus piernas.
—¡Tierra a la vista, capitán! —repitió, corriendo hacia el camarote principal.
Alcanzó la enorme puerta de madera. Se asomó por el ventanuco y, al no apreciar ningún movimiento, empezó a aporrear.
—¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista!
La puerta se abrió, protestando con un largo gruñido, y desveló a un capitán ojeroso y al que le costaba tenerse en pie.
—Apenas ha amanecido. ¿A qué tanto alboroto?
—¡Tierra a la vi…!
El capitán lo agarró por el pescuezo.
—Más os vale que así sea, o seréis vianda para tiburones.
El grumetillo tragó saliva como pudo.
—Es cierto, mi capitán. Comprobadlo vos si queréis —acertó a pronunciar con voz gutural.
El capitán soltó al grumetillo, que cayó al suelo y tosió presa de la asfixia, y se dirigió al camarote donde dormía el navegante de guardia. Golpeó la puerta con insistencia y reclamó, a voces, que le proporcionaran un catalejo. Finalmente una mano asomó con el instrumento. El capitán lo agarró y echó a andar, sonando tras de sí un portazo rabioso.
Con la experiencia que dan cuatro semanas de navegación, el capitán anduvo los cuarenta pies que lo separaban de la proa sin trastabillarse por los golpes de mar. Al llegar miró por el catalejo.
—El grumetillo tiene razón. ¡Hemos hallado tierra! —celebró.
Escuchó un chasquido a su lado. Dejó el catalejo y, al virarse, descubrió al vigía principal con la cara avinagrada.
—¿Qué ocurre, Sancho? —preguntó el capitán.
—Cinco lustros llevo embarcándome en toda nao que se me cruzaba para hacer de vigía. Cinco lustros oteando el horizonte para avistar tierra. Y será ese mocoso suplente a quien recuerden en cantares populares.
El capitán esbozó una sonrisa y dejó asomar un colmillo. La competencia a bordo era motivo de frecuentes altercados, pero él estaba convencido de que la codicia y la vanidad de los tripulantes generaban una competencia positiva para la expedición.
—Tranquilo. Me encargaré de que sea vuestro nombre el que resuene en todas las plazas del Reino.
Aquel anuncio pareció reconfortar al vigía, quien estuvo el resto del viaje aconsejando al capitán sobre qué ruta abordar para atracar en aquella tierra.
3 de enero de 1493
El emperador Go-Tsuchimikado usó su brazo derecho para apartar la cortina y acceder a la estancia reservada a los invitados, donde le habían dicho que se encontraba su enigmático visitante. Advirtió enseguida la ausencia de ojos rasgados, la nariz y barbilla prominentes y los ropajes formados por varias piezas, tan distintos de lo que acostumbraba a ver en la Corte y en sus escasísimos paseos por calles plebeyas.
Nada más verlo entrar, el cortesano que acompañaba al visitante se puso en pie, hizo una reverencia y pronunció lo que parecía ser el nombre del forastero. A continuación explicó que había arribado a las costas de Takatejin y que el daimyō [1], considerando que se trataba de un asunto nimio, lo había remitido a Su Majestad Imperial. También se disculpó lamentando no conocer el idioma que hablaba el invitado.
[1. Los daimyōs o daimios ostentaban el verdadero poder gubernamental en aquélla época. Equivaldrían a los señores feudales de la Europa medieval y solían ser los causantes de las numerosas guerras internas del Imperio.]
—¿No será de la India? —preguntó el emperador al observar su piel algo morena.
—No. No habla ninguno de los dialectos de Oriente.
—Pues busca inmediatamente a alguien que pueda hablar con él —ordenó sin perder su semblante tranquilo.
El cortesano hizo una reverencia y salió corriendo.
Go-Tsuchimikado y aquel hombre venido de quién sabe qué imperio tuvieron que aguantarse la mirada sin entender ni las palabras ni los gestos que intercambiaban, mientras la guardia imperial escrutaba, en la distancia, cualquier movimiento sospechoso del extranjero. De cuando en cuando el invitado observaba la combinación de cenefas austeras y dibujos elaborados que decoraban todos los rincones de aquella estancia, y el emperador perdía la mirada, en una especie de trance, mientras se acariciaba la barba picuda de un palmo de largo.
Dos horas después llegó un intérprete que había frecuentado las rutas comerciales con Occidente. Tras inclinarse ante el emperador habló con el invitado, quien entregó un oficio real que el traductor descifró con dificultad.
—Dice llamarse Cristóbal Colón y ser genovés. —Bajó la vista al papel—. Aquí se le nombra enviado de los reinos de Castilla y Aragón, almirante de la expedición hacia las Indias y capitán general de la nave Santa María.
—Castilla… —musitó el emperador sin mucho convencimiento—. ¿A qué viene?
El intérprete repitió la pregunta en castellano y esperó a que Colón contestara.
—Dice que su misión es llegar a «la especiería» y que, dadas las miles de leguas que separan al invitado Colón de su tierra, requerirían una base naval en nuestro imperio. También os pide premura porque están en competencia con otro imperio llamado «Portugal», que pretende llegar a esa especiería rodeando una isla llamada «África», y que el primero que llegue monopolizará las rutas marítimas entre Occidente y Oriente.
El emperador dio un respingo y miró a Colón con desconfianza. Éste pudo ver, por primera vez, un atisbo de tensión en Go-Tsuchimikado. Quizás adivinó el escepticismo de su anfitrión porque añadió algo que el intérprete tradujo de inmediato:
—El almirante Colón aclara que la base naval tendrá un propósito puramente comercial, para hacer aguada y avituallamiento. Nos ofrece una quinta parte de las ganancias del comercio a cambio de su establecimiento y explotación.
El ofrecimiento hizo que Go-Tsuchimikado relajara su semblante en medio de un largo suspiro. Desconocía la fiabilidad de la palabra de los occidentales, pero los 23 años de guerrillas que habían sucedido a la Guerra de Ōnin habían acabado por reducir las finanzas del imperio nipón a la nada.
El emperador hizo un cálculo rápido. Cualquier fuente de ingresos sería bienvenida, y el establecimiento de una base naval para aquellos comerciantes de especias aliviaría, acaso sensiblemente, el daño de las guerras internas, así como el vasallaje tributario al que China sometía a todos los países de la región, Japón incluido. Además, atraería a comerciantes locales y generaría una economía propia.
Go-Tsuchimikado se retiró sin dar tiempo a ser despedido con una reverencia. El intérprete explicó a su invitado que había ido a tratar con sus consejeros y que regresaría en breve. Tras unos segundos de silencio, Colón preguntó:
—Entonces, ¿esto es Cipango?
—¿Cipango? —Farfulló unas palabras en japonés y exclamó—: ¡Ah! Os referís a Japón. —En efecto, los europeos llamaban así al país nipón como una derivación fonética del nombre en pekinés antiguo—. Sí, estamos en Cipango.
—¡Albricias! —Gritó con las manos arriba. A continuación musitó—: ¡Mueran los que profetizaban que entre Occidente y las Indias había un muro de tierra infranqueable!
El intérprete había entendido aquellas palabras pronunciadas entre dientes y había sonreído al caer en la cuenta de que no eran sólo los orientales quienes creían en la existencia de esa tierra imaginaria.
Para amenizar la espera el servicio trajo viandas a base de pescado marinado, tés de hierbas desconocidas para Colón y pequeños cuencos de arroz con acompañantes variados. Traductor e invitado empezaron a conversar de forma animada mientras cataban los distintos platos. Una de las veces el almirante vio a su acompañante tomar arroz con dos palillos de madera. Trató de imitarlo, asiendo los palillos de veinte formas distintas, hasta que desistió y comenzó a comerlo con los dedos. En ese momento el intérprete, aguantando la risa, hizo un gesto a un sirviente, que trajo una cuchara para el invitado.
***
Casi tres horas después de abandonar la estancia reapareció el Emperador. El intérprete soltó la taza de té, se irguió e hizo una reverencia. Colón lo imitó y, al sentarse, fue a recuperar la taza, pero comprobó que el traductor la había ignorado para centrar su atención en el Emperador, por lo que él retiró las manos y decidió hacer lo mismo.
—Intérprete, dígale al invitado que, tras meditar con la ayuda de Amaterasu, le pediré al daimio de Takatejin de que le otorgue una licencia de cinco años para instalar y explotar una base naval con fines comerciales, tal como solicita, y que cualquier uso fuera de lo acordado será repelido con nuestra fuerza militar.
20 de noviembre de 1500
El nuevo emperador, Go-Kashiwabara presidía el funeral de su padre, Go-Tsuchimikado. Colón, que se encontraba en segunda fila, en calidad de consejero imperial, no había parado de preguntarse durante toda la ceremonia si aquello pondría fin a su estadía en Cipango. Recordó que, a su arribada, esperaba permanecer no más de dos años para luego regresar a Castilla y dejar la gestión de la base naval en manos de otro emisario castellano. Sin embargo, el imperio nipón se había visto tan beneficiado del comercio de especias que había recibido la invitación para integrar el Consejo del Emperador, aportando su opinión en asuntos comerciales.
Y, por supuesto, había aceptado. Ninguneado por el Reino de Portugal y patrocinado, a regañadientes, por la doble Corona de Castilla y Aragón, el burgués Colón había alcanzado así la categoría de gentilhombre, algo impensable en las tierras íberas o en su natal Génova, todas ellas pobladas de rapiñadores.
Pero ahora, cuando se dirigían a él como consejero, su boca se llenaba de un sabor amargo. ¿Cuánto tiempo más le quedaba antes de regresar a la materialista rutina de la burguesía occidental?
Concluida la ceremonia, y tras las respectivas reverencias de despedida, Colón había puesto rumbo a la diligencia para volver a su pagoda, con el objetivo de empezar a preparar su regreso a Castilla. Tras el desembarco reclamaría a los Reyes Católicos los emolumentos pactados por la exitosa expedición y viviría sus últimos años dedicado a la contemplación, sostenido con la holgura financiera que le aguardaba.
Justo antes de subirse alguien lo tomó del brazo. Se dio la vuelta y comprobó, sorprendido, que se trataba del nuevo emperador. De inmediato hizo una reverencia exagerada, ante lo que el joven Go-Kashiwabara asintió y comenzó a hablar:
—Mi padre siempre soñó con el Gran Japón. No pudo hacerlo realidad, pero vio con sus propios ojos cómo las arcas del Imperio dejaban de estar vacías. Y todo gracias a vuestra sabiduría. —Colón adivinó en esas palabras un atisbo de exageración, pero continuó escuchando—. Quisiera que siguierais integrando el Consejo.
—Muchas gracias, Vuestra Majestad Imperial. Es halagador escuchar tales palabras de alguien de vuestra grandeza, pero quizás mi sino se encuentre allende los mares.
—Tengo otros planes en mente, consejero. —Colón definitivamente dio la espalda a la diligencia y siguió escuchando—. Habéis traído riquezas a este Imperio, y también adelantos como éste —dijo, mientras daba dos manotazos en la carrocería—. Pero siento que podéis aportar exactamente lo que necesita Japón.
El genovés permaneció callado, mirándolo con atención.
—Me han llegado relatos —prosiguió el Emperador— de que en Occidente no conocen a los daimios, sino que cada imperio se somete directamente a un único monarca todopoderoso.
—Así es, Vuestra Majestad Imperial. Allí el Rey ostenta todo el poder y a él los pobladores deben pleitesía.
—Y, si así lo hiciéramos aquí, supongo que yo podría disponer de los recursos de todo el imperio. —Hizo una pausa pretendidamente larga—. Además de acabar, de una vez, con las guerras internas.
Colón asintió y, como si le hubieran dado cuerda, comenzó una perorata sobre cómo usurpar el poder a los daimyōs para centralizarlo en la figura del Emperador. Un discurso similar en Castilla habría acabado con Colón expulsado a patadas por pesado y charlatán, pero Go-Kashiwabara había cultivado la paciencia, igual que sus antecesores.
—Pues, visto que conocéis del asunto, vais a ser el consejero encargado de asesorarme para lograr la unificación de las provincias del Japón.
1 de mayo de 1504
Colón llevaba un mes levantándose cada día de buen ánimo. Aquella mañana, también. Había saludado con especial efusividad a sus sirvientes y había estado canturreando por el camino de grava que llevaba al Palacio Imperial, donde el Emperador había hecho reunir a su Consejo, como acostumbraba. Echaría de menos ese camino flanqueado por cerezos, las reuniones del Consejo y todas las exquisiteces de la gastronomía nipona, pero ya le apetecía regresar a Castilla para pasar allí sus últimos años. Así se lo había hecho llegar a los Reyes Católicos, cuya misiva esperaba desde hacía semanas.
Al concluir la reunión regresó a su pagoda. Allí permaneció esperando la llegada de la carta en la que los monarcas castellanos, por fin, le informarían del importe de los emolumentos acordados, a saber: la décima parte de los ingresos por el comercio de especias y una octava parte de las otras ganancias generadas por la expedición. Ése sería el gong que marcaría su adiós a Oriente.
Ya creía que ese día tampoco llegaría el correo cuando un emisario tocó a la puerta. Colón salió a recibirlo y recogió de sus manos la carta que tanto ansiaba, lo gratificó con un puñado de monedas, que el mensajero contó por encima antes de dirigirle una mirada de reproche, y cerró la puerta sin esperar a que se fuera. Ya a solas dejó que su emoción quebrara el lacre y comenzó a leer el contenido de la carta, pero cuando faltaban dos párrafos para concluir la misiva bufó, bramó una miríada de exabruptos, algunos en castellano y otros en japonés, según le iban saliendo por el gaznate, y aporreó dos jarrones de porcelana que se volatilizaron en trizas esparcidas por el suelo.
—¡Mamertos! ¡Magurrianes! ¡Que he desertado, dicen esos cagalindes! ¡Mamones! —Empezó a dar zancadas por el interior de su residencia—. Los muy mezquinos han buscado una estratagema legal para privarme de mis regalías… ¡Panda de judíos!
Salió de la pagoda y echó a correr por una pequeña cuesta colindante, sin dejar de escupir injurias. Al llegar a la cima extendió los brazos y gritó:
— ¡Me cago en el rey puto y en la reina puta! ¡Putos ellos, putos sus padres y putos sus marranos ancestros!
Cuando se hubo calmado regresó al Palacio Imperial. Go-Kashiwabara se sorprendió de verlo allí de nuevo.
—¿No regresabais a Castilla?
—Si Vuestra Majestad Imperial me lo permite, quisiera reconsiderar mi postura y seguir sirviendo al Imperio.
—Vuestro monarca os ha abandonado, ¿cierto? —preguntó el Emperador levantando una ceja y esbozando una sonrisa pícara.
Colón no contestó. A Go-Kashiwabara tampoco le hizo falta obtener una respuesta.
—Acepto vuestras súplicas —contestó el Emperador, que creía que acoger a un expatriado era sinónimo de ganar un vasallo fiel.
—Vuestra Majestad Imperial, tengo una súplica más.
—Adelante.
—A partir de ahora quiero ser conocido como Shōryū.
El emperador permaneció callado por un momento.
—¿Shōryū? ¿Dragón naciente? —Sonrió y concluyó la conversación—: Recordad a Confucio. No dejéis que la venganza os dirija.
—Confucio no os dará el Gran Japón, Majestad. Yo, sí.
9 de enero de 1512
—Hace seis años finalizaron las guerras civiles en nuestra isla. Hace cuatro, China no pudo soportar nuestro ataque relámpago y conseguimos invertir el vasallaje tributario al que nos tenía sometidos. Y hoy ostentamos el monopolio del mar Océano en las inmediaciones de Oriente.
El emperador Go-Kashiwabara leía el discurso ante toda la corte imperial, ante las principales autoridades militares y ante todos los soldados que se congregaban en las costas de la prefectura de Anotsu.
—…el Imperio también quiere agradecer al consejero Shōryū de Occidente su contribución a la prosperidad de Japón. Su dedicación incondicional le llevó a desechar el consejo de los sanadores de que se retirara a una vida de contemplación y descanso, a pesar de su salud declinante, y ha proseguido aportando sus más sabios consejos.
Colón escuchó aquel pasaje con el pecho henchido de orgullo. Respiraba con la pesadez propia de la edad, a lo que se sumaba una dolencia que los sanadores japoneses llamaban «orina dulce» y que parecía estar detrás del pie que le habían tenido que amputar tras comérselo la gangrena.
El discurso duró unos pocos minutos más. Tras la clausura los militares embarcaron y los barcos zarparon. Entonces Colón se irguió apoyándose en las muletas de bambú y se acercó con dificultad a la orilla. Mientras caminaba llegó a la conclusión de que había tenido una vida plena. De haber permanecido en Occidente no habría tenido ni la décima parte de las riquezas de las que había disfrutado en Cipango, como seguía llamando a Japón. Y, por supuesto, los Reyes Católicos no le habrían dedicado ni una frase en sus ególatras discursos.
Hacía la enésima recapitulación mental de su vida cuando el propio Emperador, que había esperado a que apenas quedaran testigos, se acercó y le dio la enhorabuena. Colón le sonrió en señal de agradecimiento y alzó la vista al horizonte, donde contó los barcos que iniciaban la expedición.
—Parten treinta naos. —dijo Colón con la voz temblorosa, producto de la edad. Miró a la izquierda y vio otras diez a medio construir en los astilleros.
—Otras sesenta embarcaciones están saliendo ahora mismo de los puertos de Sendai, Yamagata, Koriyama y Nagasaki —recordó el emperador—, y hay más de cien en construcción. Espero que sean bastantes.
—Lo serán. Las expediciones castellanas creerán que se trata de embarcaciones comerciales y, para cuando se inicie el ataque, otros dos contingentes deberían estar ya al arribo.
El Emperador repasó mentalmente el plan consensuado con los líderes militares y comprobó que era idéntico a lo que acababa de mencionar Colón.
— Shōryū, debo confesar algo.
—¿De qué se trata? —preguntó dando un respingo. A pesar de su experiencia seguía resultándole inusual que un emperador mostrara debilidad o reconociera errores.
—Cuando os dije que aprendierais de Confucio y no os dejarais llevar por la venganza…
—¿Sí?
—…debo reconocer que Confucio se equivocaba.
Ambos rompieron a reír. Poco después el emperador se alejó un poco, pero Colón permaneció en la orilla y se emocionó una última vez. Imaginó el puerto de Palos en llamas, la Torre del Oro derruida y todos los palacios de los Reyes Católicos reducidos a escombros; en su cabeza resonaba el nuevo idioma que se hablaría en la prefectura de Castilla, japonés con vestigios castellanos, como el que él pronunciaba; e imaginaba la gastronomía de Castilla y Aragón combinada con productos nipones como el arroz, la soja o el jengibre.
En el horizonte desapareció el último barco de aquella primera expedición. En ese momento la ansiedad comenzó a aflorar de nuevo en el pecho de Colón. Era la más intensa que recordaba, pensó, hasta que no pudo evitar llevar sus manos al esternón e hincar las rodillas en el suelo mientras los pulmones parecían llenarse de plomo.
El emperador se percató de lo sucedido y pidió ayuda a gritos, hasta que un par de cortesanos acudieron en su llamada acompañados de los sanadores de la Corte. Para cuando llegó la asistencia sólo encontraron un cuerpo que no latía ni respiraba. Sin embargo, todos quedaron hipnotizados con aquella sonrisa que irradiaba vitalidad.