Ojalá no estuviera basado en hechos reales.
Como cualquier otro día, aquel 21 de febrero de 1987 el desierto de Atacama era testigo de cómo el sol había ido desapareciendo del cielo. Dejaba en su lugar un rastro entre naranja y rosado que parecía brotar de Calama, la ciudad que se escondía tras aquella montaña de color arena. Martina contemplaba con el mismo embelesamiento de siempre aquella paleta de colores mientras esperaba apoyada en el capó de su Renault 4. Una brisa aún tibia le acariciaba la cara y jugaba con su pelo corto y negro carbón, como queriendo recordar la capacidad del desierto de Atacama para conservar el calor del día durante unas horas más.
De pronto una nube de arena la abrazó desde la espalda y una consecución de ruidos mecánicos la trajo de vuelta de aquel embelesamiento. Notaba la vieja Renoleta temblar bajo sus glúteos al son de las palas excavadoras que horadaban el suelo. Se viró y volvió a ver aquellas máquinas apuñalando la tierra que una vez fue su propio puñal, y recordó entonces a su hija, Amanda, jugando en la tierra apenas cuatro años antes.