Todo el tanatorio era un silencio lacrimoso. La congregación de asistentes al duelo era tan multitudinaria que las dos salas habilitadas y el pasillo central no daban abasto, por lo que el personal había tenido que retirar algunas mesas para que los presentes no estuvieran tan apretujados.
Pero yo seguía sentada en un lugar privilegiado. Me había agenciado un sillón desde el que podía mirar a mi nieto sin tener que girar el cuello, y a la vez estaba orientada a la puerta, de modo que también me permitía ver quién entraba en la sala.
Desde la primera visita hasta la última, todas las personas que entraban se quedaban petrificadas al enfocarme, compungían su gesto y me dedicaban unas pocas palabras con la voz quebrada y la sinceridad rebosando por sus comisuras. Incluso creo que trataban de consolarme más a mí que a mi nuera, supongo que por ser una vieja que ha visto la muerte rondar cada vez con más frecuencia. Creo que aún tengo los ojos de mi nuera clavados como puñales.
Mis lágrimas también brotaban, primero con esfuerzo y después con la generosidad de un grifo abierto, pero no me atrevía a hablar; no porque no me salieran las palabras, sino porque no había podido ensayar la voz entrecortada. Varios galantes se ofrecieron a llevarme del brazo a la cafetería, pero rechacé todos los ofrecimientos agitando la mano. También, por dos veces, el de mi hijo, que en ambas ocasiones abandonó la sala hecho un basilisco ante mi negativa a comer algo.
Todos, sin excepción, lamentaron la muerte de mi nieto con sus tan sólo 22 años. «Qué injusto, qué perra vida, qué puta mierda» era lo que más escuchaba.
«Seguro que usted habría preferido estar en el lugar de su nieto», me susurró un joven, creo que con una intención más noble de la que se interpreta a simple vista. Ante tal insolencia no pude evitar abrir los ojos de par en par, hasta que comprendí qué quería decir, entristecí mi semblante y asentí con la cabeza.
Alguien hizo un comentario acerca de otro joven, dos años mayor que él. «Está en la otra sala», comentó. Otro contestó que ya lo había visto. «Ha sido a la vez», aportó un tercero. No escuché nada más porque abandonaron la sala al momento.
«A la vez», me repetí. ¿Entonces mi nieto no había muerto solo? ¿Querían ocultarme algo? Intuía que me faltaba información, y en ese momento lo había acabado por confirmar, pero ahora se abría otra incógnita: ¿Por qué?
Otro grupo entró al instante. Comentaban también algo sobre el otro joven. Una rubia preguntó si se habrían suicidado. «No lo creo», escuché de alguien a quien no vi la cara. Al instante la rubia me vio, me identificó y se acercó para tranquilizarme: «no haga caso a lo que he dicho, señora, cuando estoy nerviosa digo cosas sin pensar». Su intento de disculpa, sazonado con sus lágrimas estrechas pero continuas, era trastabillado y al borde del tartamudeo.
Al fin consentí que mi hijo me llevara a comer algo. Me levanté con la dificultad que imponen los achaques y me dejé conducir. En realidad no tenía hambre ―las multitudes me cierran el apetito―, pero aquélla era una oportunidad que no podía desaprovechar. Tras comer un pequeño sándwich me llevó de nuevo a la sala, pero pedí entrar a ver al otro joven. «Mamá, te van a quitar tu asiento», dijo con nerviosismo, a lo que contesté que nadie negaría el mejor sillón a una vieja. Supongo que, presa de su agotamiento mental, rehusó debatir conmigo y accedió a llevarme ante el féretro.
Esa sala también estaba abarrotada, pero a mi paso se abría un pasillo por el que podía andar sin dificultades. Todos nos miraban, impregnándome de una sensación entre compasión por mí y reproche hacia mi hijo por llevarme allí. Al fin me encontré ante la urna. Ya conocía al muchacho; de hecho alguna vez los había visto juntos. «Es mi amigo Ezequiel», me había dicho mi nieto en su momento.
Tras ello mi hijo me condujo de nuevo a la otra sala, donde el intruso que había ocupado mi asiento se levantó como una exhalación nada más verme entrar. A los pocos instantes alguien sollozó mientras recordaba cómo se querían mi nieto y «Zequi», como llamaban al muchacho. En ese momento sentí que la última pieza del puzzle había encajado con brusquedad en mi cabeza. A continuación mi cuerpo se relajó y con el suspiro escapó una leve carcajada, ante la que todos los presentes se miraron. Con la práctica que da haber plañido a sueldo en tantos funerales, la convertí en un sollozo y volví al estado lacrimoso de un rato antes.
―No me ha contestado a la pregunta. ¿Introdujo o no introdujo veneno en la fiambrera con caldo de pollo que entregó a su nieto la última vez que fue a verla?
―Verá, señor fiscal ―contesté, simulando una pesadumbre que él, con total seguridad, no se estaba creyendo―. Me quedan pocos años de vida, quizás meses, y jamás he visto a mi nieto emparejado con nadie, ni he sabido de su vida amorosa. Después de tanto preguntar sin obtener respuesta, ésa fue la única forma de averiguarlo.
―Entonces lo envenenó usted, y todo por su exceso de curiosidad. ―Hizo una pausa, se viró hacia el juez y, tras acercarse hacia mí, me retó con la mirada―. ¿Es consciente de que lo que ha cometido es un asesinato?
―A ojos del juez, puede ser; pero a ojos de Dios he erradicado a dos maricones. Con Su perdón me basta.