Selena sentía aún la presión de la última embestida de Elio cuando exhaló un último suspiro y relajó sus músculos sobre la paja. De inmediato, un trallazo tibio impactó en su abdomen, y al bufido de Elio le siguieron las risas cómplices de ambos, que se fundieron en un abrazo. Sentía algunas punzadas en la espalda, pero después de varios encuentros ya se había acostumbrado.
Elio tomó un trapo y se secó su miembro; luego hizo lo mismo en el abdomen de Selena. A continuación se levantó, se sacudió su pelo rubio y, con los brazos en jarra, miró a Selena en su plenitud.
―¿Te imaginas cuando tengamos nuestro propio catre?
Selena sonrió. Cuando lo hacía se marcaban profundos hoyuelos en sus pómulos, algo que agradaba especialmente a Elio. También lo cautivaban su tez blanquecina, algo raro en aquel pueblo de pieles tostadas. La hija de Rocío, la adivina de piel casi mulata, era el blanco de todas las miradas de los extraños que llegaban al lugar.
Elio se agachó para abrazarla y darle un beso en los labios.
―Te amo. ¿Lo sabías?
―No ―contestó Selena mientras lo miraba fingiendo incredulidad―. Es la primera vez que me lo dices.
Elio rompió a reír y empujó a Selena, lo que hizo que el montón de paja se deformara y se desparramara a un lado. Ninguno de los dos pudo evitar deslizarse y cayeron al suelo. Nada más aterrizar se buscaron el uno al otro, se abrazaron mientras reían y empezaron a comerse a besos.
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Selena se estaba abrochando el faldón cuando Elio la abrazó por detrás. A ambos les temblaban las piernas, lo que provocó que casi se trastabillaran, pero consiguieron mantener el equilibrio.
―Qué nos habrán puesto en el guiso que no hemos parado ―le susurró a Selena en el oído.
Ella rio. Los encuentros con Elio eran esporádicos, pero fogosos. Y el de ese día, más que nunca. A sus quince años aún le costaba comprender el porqué de las variaciones en la fogosidad, y suponía que hallaría una explicación al llegar a la edad adulta, dados los numerosos chistes y bromas que había escuchado a los mayores sobre el tema.
De pronto, a lo lejos, sonaron las campanas de la iglesia del pueblo. Selena las contó, confiada, pero cuando había asumido que eran las cinco de la tarde aún sonaron dos campanadas más, lo cual la alertó.
―¡Son las siete!
―Sí ―contestó Elio con indiferencia.
―¿Cómo ha pasado el tiempo tan rápido?
Elio la miró con picardía y se acercó para besarla, pero ella se lo impidió.
―¡Ya sabes que no podemos seguir juntos hasta tan tarde! ―gritó Selena, y salió a prisa del granero.
Él, confundido, trató de seguirla, pero Selena le pidió con gestos que esperara; así lo hizo durante unos segundos, y cuando la tenía a unos cincuenta metros, comenzó a seguirla a ritmo pausado. Aún quedaban varios minutos para llegar al pueblo, así que, en mitad del bosque, y tras comprobar que no había nadie alrededor, Elio apretó el paso y dio alcance a Selena.
―¿Quieres explicarme qué ocurre? ―exigió agarrándola del brazo.
Selena se detuvo y se volteó. No apreciaba enfado en el gesto de Elio, sino decepción.
―Lo siento, Elio. No puedo contártelo.
―Cuando me decías que no nos debían ver juntos pensaba que era porque estabas insegura. ¿Querías tiempo? Te he dado tiempo. Nos hemos divertido, nos hemos conocido, nos hemos enamorado. ¿Qué más tengo que hacer?
Selena no contestó. Agachó la cabeza por toda respuesta y empezó a sollozar.
―No, Selena. ―Elio la tomó por los hombros―. No llores, por favor. Lo último que quiero es hacerte daño. ―Se detuvo y esperó a que Selena alzara de nuevo la vista, luego prosiguió―: pero necesito saber qué he de hacer para que podamos estar juntos.
―Nada ―contestó, al fin―. Tú no puedes hacer nada.
Selena se zafó, volvió a sollozar y Elio la dejó marchar, quedándose él en el camino. Se sentó sobre una roca a reflexionar y observó, mientras anochecía, que la luna asomaba tras una nube. Siguió oscureciendo y, cuando el frío empezó a penetrar en su pecho, se puso en pie y se dirigió al pueblo.
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Era el día grande de las fiestas del pueblo, y toda la plaza se había llenado de carromatos venidos de otras villas para traer viandas y artesanías, que a buen seguro venderían en su totalidad antes de tomar el camino de vuelta.
Selena atendía a los clientes en el puesto de telas, mientras su padre manejaba el telar en la trastienda. Pese a ser un buen día, los paseantes parecían poco interesados en comprar mantos y faldas. Selena se entretenía zurciendo un botón cuando notó que alguien se acercaba. Alzó la vista y sintió una mezcla de alegría y apuro al ver que era Elio.
―¿Qué haces aquí? ―susurró―. Quedamos en que esta semana no era buena para vernos.
―Lo sé, pero te echaba de menos.
La tez blanca de Selena se tornó roja.
―Yo también a ti, pero si no queremos problemas deberíamos mantenernos alejados hasta la semana que viene.
―Es por tu madre, ¿verdad?
Selena abrió los ojos de par en par, y su piel recuperó su palidez habitual.
―¿Estás loco? Que mi padre está ahí detrás ―le espetó en susurros mientras señalaba la trastienda.
―Perdona… Pero dime, ¿es por ella?
―Es más complicado que eso…
―Por Dios, Selena. Olvida eso. Nuestros clanes ya no son rivales. Y si tu madre te ha dicho algo de eso es todo mentira.
Selena batió los brazos con decisión para mandarlo a callar. A continuación se acercó a su oreja.
―No sé si mi madre sabe que tú y yo nos estamos viendo. Por lo menos yo no se lo he dicho. Pero sí me ha pedido que te evite, que no sería bueno que anduviéramos juntos.
―¿Por qué?
―No puedo decírtelo. Pensarías que ella está loca por decirlo y yo por hacerle caso.
Elio frunció el ceño e hizo ademán de dar un paso atrás, pero Selena lo retuvo.
―Mira, Elio. Te quiero tanto como tú a mí, si no más. Me da mucho miedo perderte, pero más aún que esto nos lleve por mal camino.
―¿Entonces, qué hacemos?
Selena permaneció en silencio. De pensar que Elio podía salir de su vida para siempre hizo que se le formara un nudo en la garganta, pero los vaticinios de su madre eran una fuerza demasiado poderosa como para ignorarlos. Finalmente, y ante dos miedos que peleaban entre sí, ganó el más poderoso de ellos:
―Esta noche nos vemos en el pajar ―dijo, al fin.
**
Hacía un rato que el campanario había dado las doce. Selena había salido de su casa sin que sus padres ni sus hermanos escucharan su huida, y esperaba a Elio envuelta en una manta. Temblaba, más de miedo que de frío, cuando escuchó pasos entrar en el granero.
―Aquí ―dijo, sin pararse a identificar primero al intruso. Cuando llegó le espetó―: ¿Por qué has tardado tanto?
Elio no le contestó. Se agachó junto a ella, tomó la manta para cubrirse los dos y la abrazó. Así permanecieron unos minutos. Ella tenía demasiado miedo como para tener cualquier sensación carnal, y él se había prometido no intentar nada mientras ella no aclarara la situación, pero el calor y el roce les llevaron a descubrirse medio desnudos y comiéndose como dos muertos de hambre.
―¿Qué estamos haciendo? ―dijo Elio de pronto.
―No pares ahora.
―Es que no está bien. Yo no quiero que esto sean sólo encuentros casuales, Selena. Quiero algo más.
―Tú querías una explicación, ¿no? Pues si seguimos la encontrarás.
A Elio no le convenció mucho aquella respuesta y a punto estuvo de vestirse y salir de allí, pero ante la posibilidad de que aquel fuera el último encuentro y con las gónadas cargadas después de varios días de abstinencia decidió quedarse y disfrutar por última vez del cuerpo de Selena. Comenzó a devorarle los pezones y antes de que ella tomara el control la puso de espaldas y la penetró.
No había dado tres embestidas cuando, de pronto, por la puerta del granero comenzó a entrar algo de claridad. Elio, confundido, se detuvo.
―¿Ya es de día? No puede ser.
Selena soltó una risa nerviosa.
―Ahí lo tienes. Mi madre decía la verdad.
Ambos se vistieron y salieron al exterior. El sol estaba saliendo por el este. A lo lejos, en el pueblo, observaron como en la plaza se estaba congregando la gente.
―¿Qué es lo que ocurre? ―preguntó Elio, desorientado.
Selena lo tomó de las manos.
―Antes de nacer tú, mi madre le leyó las cartas a la tuya y descubrió que eras hijo del sol; nadie la tomó en serio hasta que naciste y vieron que eras rubio. Luego, cuando nací yo, hizo lo que nunca debe hacer una adivina: leerse las cartas a sí misma.
―¿Y qué le salió?
―Soy hija de la luna. ―Elio soltó las manos y, boquiabierto, dio un paso atrás―. Al violar mi madre la regla de la adivinación cayó sobre mí todos los maleficios de la luna, entre los cuales está el no encontrarse con el sol por la noche.
Elio tragó un nudo y trató de reprimir el llanto, pero dos lágrimas escaparon a su control. Selena tomó aire para no contagiarse y lo abrazó.
―Por eso no podemos estar juntos ―prosiguió―, pero podemos vernos de vez en cuando. Y siempre de día.
―Como la luna y el sol, entonces.
―Exacto. Como la luna y el sol.