Nikolái paseaba nervioso de un lado a otro de la colosal sala de visitas. Trescientos pasos debía dar de pared a pared, y cuando alcanzaba un extremo de la estancia daba la vuelta y reiniciaba el recuento. Ésa era su estrategia para no sucumbir al desasosiego.
Seguía andando con las manos en la espalda, su larga figura apocada por la preocupación y la barbilla casi rozándole el pecho cuando se abrió la puerta del servicio. De inmediato se viró hacia ella y se acercó dando zancadas. Por un momento se dibujó un halo de esperanza en su rostro, pero cuando vio entrar a la comitiva de camareras de piso se detuvo, desapareció la incipiente sonrisa bajo el populoso bigote y volvió la pesadumbre a su rostro.
Las sirvientas advirtieron la presencia del Zar en aquel lugar tan poco habitual para él y, como si se hubieran transmitido el pensamiento por telepatía, agacharon la cabeza y siguieron su rumbo para salir de allí a toda prisa, pero Raísa, la última y más joven de ellas, se volteó y, en la distancia, le preguntó a Nikolái si había algo que le preocupaba.
El Zar se sintió intimidado por aquella pregunta. Sólo su fiel consejero, Sergei, era capaz de plantear cuestiones tanto o más personales que aquélla. Pero como buen miembro de familia real, Nikolái había crecido entre algodones, aislado de los problemas de la plebe y acostumbrado a que las rutinas impuestas a su antojo fueran seguidas a pies juntillas por la corte. Sólo Sergei tenía permiso tácito para ser sincero e implacable.
Raísa permanecía quieta, esperando una respuesta, cuando una de sus compañeras la asió de la manga y tiró de ella. Trató de resistir, pero al segundo tirón supuso que era una advertencia de alguien con más experiencia en palacio y decidió proseguir su rumbo. Los tenues pasos del grupo finalmente abandonaron la habitación, y antes de que el silencio se apoderara de la estancia, el golpe seco de la puerta con el marco retumbó con gran estruendo.
De nuevo, Nikolái se volvió a sentir en aquella enorme sala como una isla bañada por un mar de soledad, cuyas olas golpeaban con bravura su ya erosionada paz interior. Seguía resonando en su cabeza la pregunta de Raísa y, cuando por fin sintió que la respuesta fluía hacia sus labios, advirtió lo inútil que sería contestar al vacío. La callada, por otra parte, incrementó su congoja y le originó un nudo en la garganta.
Había perdido la cuenta de los pasos que llevaba, así que se apresuró a llegar a la pared contraria y reinició el recuento. Hizo siete u ocho habitaciones a paso cada vez más ligero cuando, de pronto, alzó la vista y Sergei apareció ante sus ojos.
Servicial y atento, la mayor cualidad de Sergei era que sabía escuchar sin interrumpir, algo imprescindible para el principal consejero de un monarca. Pero además, tenía siempre a mano las palabras adecuadas para aconsejar al Zar, y no sólo para adularlo. Quizá por eso Sergei fue destituido tras su primer año de ejercicio, pero fue llamado de nuevo después de que sus cinco sustitutos fueran cesados, cuando no ajusticiados, de forma sucesiva ante un incremento inusitado de los problemas políticos y de la corrupción. Fue entonces cuando Nikolái conoció, y comenzó a apreciar, el verdadero carácter de Sergei.
Sus facciones seguían siendo las mismas que hacía veintidós años, cuando se había incorporado a la corte, solo que con la cara más arrugada y el pelo, todavía de color zanahoria, menos abundante y terso. Pero seguía despertando en el Zar la misma admiración y respeto ―algo poco habitual hacia los cortesanos―, e incluso volvía a surgir, de vez en cuando, una cierta atracción sexual de la que ningún sirviente, salvo Sergei, había salido con vida.
El consejero adivinó la preocupación en el rostro del monarca. Posó el sombrero en el respaldar de una silla y se acercó a él.
―Majestad, ¿qué os inquieta?
―¿Hay noticias? No hay noticias, ¿verdad? ¿Han llegado noticias? ―Las pupilas del Zar se movían de un lado a otro mientras lanzaba las preguntas como dardos.
―Me temo que no, Majestad ―contestó Sergei, mientras trataba de calmarlo poniendo una mano en el hombro de Nikolái―. ¿Queréis que vaya personalmente a informarme?
―Sí. ¡No! No ―balbuceó, dubitativo―. No podría permitirme, aún menos perdonarme, la pérdida de mi más fiel consejero. Y la de un… ―Hizo un silencio tan profundo que pudo oírse en toda Rusia― la de un amigo. Y la de un…
―No os preocupéis, Majestad. Si no queréis que vaya, no iré.
Sergei se percató entonces de que el Zar, antaño gobernante seguro y aplomado, era ahora un hombre abatido por sus temores. Su papel de cortesano, y por tanto sirviente del monarca, se entremezcló con su rol como amigo, y sintió la tentación de abrazarlo, pero se detuvo; el Zar jamás debía ser visto en público teniendo muestras de afecto, mucho menos con reminiscencias carnales, con alguien de la corte. Aquellas situaciones tan embarazosas habían de reservarse para los aposentos privados del monarca.
Sin embargo, quién sabe si por la tensión del momento o por la decadente autoestima del Zar, fue éste quien dio un paso y aferró su cuerpo al de Sergei, hasta que ambos se fundieron en un abrazo. Nikolái hundió su rostro en el cuello de su sirviente y dejó escapar un par de sollozos. Confuso, Sergei se limitó a acariciar la espalda del Zar y a susurrarle palabras de ánimo.
Cuando por fin el monarca se hubo tranquilizado, ambos se separaron y recuperaron una falsa compostura, como si nada hubiera ocurrido entre los dos. Entonces Nikolái respiró hondo y tomó la palabra.
―¿Ha llegado el correo secreto?
La respuesta era tan evidente como la pregunta, pero ambos se habían acostumbrado, luego de décadas de escarceos, a recuperar sus respectivos roles interpelándose con un protocolo impostado y completamente artificial.
―No, Majestad. Debía haber arribado hace no menos de tres días, pero seguimos sin tener noticias de él.
―Chert! ¿Lo habrán capturado los bolcheviques? ¡Dios mío, deben haberlo torturado hasta morir!
De nuevo Nikolái comenzó a balbucear, pero Sergei dio un taconazo y se puso firme, lo que sirvió al Zar de acicate para recuperar la compostura.
―Majestad, si no me necesitáis más, regresaré a mis obligaciones. Avisaré a Aleksandr y al resto de mayordomos para que estén atentos a la arribada del correo secreto.
El Zar asintió con la cabeza, musitó un agradecimiento y le dio la mano a Sergei, aprovechando al soltarla para dedicarle una última caricia. Eran tiempos difíciles y no sabía si volverían a verse después de abandonar aquella estancia. El consejero se dio la vuelta y salió de la habitación mientras trataba de conservar la sensación de aquella caricia, a la vez que aguantaba las lágrimas que comenzaban a brotar.
~ ~ ~
Aquel marzo estaba siendo especialmente duro. Sergei se parapetaba en el carromato bajo dos mantas de bisonte, mientras veía afuera hogueras encendidas por los revolucionarios, que aprovechaban para no morir de frío. Para evitar la doble furia del pueblo y del Zar, Sergei había tomado un carruaje sin inscripciones de ningún tipo, y había ocultado sus intenciones al monarca. Sólo deseó que durante su estadía fuera de palacio, que confiaba en que fuera breve, no fuera reclamado por Nikolái.
Quizá fuera el mejor estadista de Rusia, y por eso intuía que a la dinastía Romanov le quedaban semanas, quizá meses, de reinado. Todo el país, desde los Urales hasta Kamchatka, era pura anarquía, y sólo quienes tuvieran una visión global del problema podrían solucionarlo; esa llave la tenían Sergei por un lado y los bolcheviques por otro.
Tras abandonar San Petersburgo, Sergei llegó a una dacha, se apeó del carro y golpeó la aldaba con energía. Unos pasos tenues siguieron a la chirriante apertura de la puerta, tras la que se asomó un hombre diminuto.
―Sukin syn! ―gritó Sergei, ante lo que su interlocutor pegó un brinco y se escondió hasta casi desaparecer―. ¿En qué demonios estás pensando para abandonar tu deber de informar a Su Majestad de todo cuanto acontece en el Imperio?
El hombre, tras negociar en silencio consigo mismo, asomó tímidamente de nuevo.
―Perdona, Sergei, pero no sé de qué me hablas.
―Lo sabes perfectamente, Mijaíl. Su Majestad espera noticias tuyas sobre el desarrollo de la algarada que han montado los bolcheviques. ¡Y no has tenido a bien aparecer ni una sola vez desde que arreciaran las protestas!
Aquello pareció encender al hombre, que se irguió hasta casi alcanzar la altura de Sergei, quien se acopó tenuemente.
―Estuve dos veces en palacio para entregar un mensaje secreto y no había nadie.
―¿Cómo que no había nadie? ―preguntó Sergei con indignación.
―Yo toqué la aldaba ―dijo, mientras gesticulaba con un picaporte imaginario― y nadie abrió la puerta.
―¡Por Dios, Mijaíl! ¡Sólo el servicio está conformado por más de cien personas, más los consejeros, los ministros que van y vienen y todos los aduladores que infestan el Palacio! ¿Me estás diciendo que ninguno escuchó los aldabonazos?
Mijaíl no contestó. Se limitó a encogerse de hombros y entregó a Sergei un sobre beis sellado.
―Toma. Ya que has venido, entrega tú el correo secreto al Zar.
Y dicho esto cerró la puerta. Sergei sintió la necesidad de aporrearla hasta tirarla abajo y continuar por el rostro de Mijaíl, pero no debía permanecer mucho más tiempo fuera de Palacio, por lo que resolvió volver al carruaje y ordenar al conductor que pusiera rumbo de vuelta a San Petersburgo.
Dudó entre abrir el sobre o dejarlo cerrado, pero dada la gravedad de las circunstancias prefirió abrirlo y leer el contenido para, llegado el caso y por primera vez en su vida, endulzar las noticias que transmitiría al Zar Nikolái II.
La carta decía así:
«Los bolcheviques consideran al Zar Nikolái Aleksándrovich Románov y a su Gobierno “un grupo de corruptos organizados que han conducido a la gloriosa Rusia a las peores formas de feudalismo que se conocen”, y han planeado con todo lujo de detalles un alzamiento revolucionario, sin renunciar incluso a la guerra civil, si Su Majestad no abdica antes de que finalice el mes de marzo.
El fervor de las calles no aconseja vacilaciones, toda vez que el hambre y la pobreza son ya más desastrosas que las decisiones de Su Majestad, que ya es decir.»
Sergei se mordió el labio con tanta rabia que hizo correr una gota de sangre por su barbilla. Ordenó al conductor que el carruaje volara hasta Palacio; tenía que informar a Nikolái de la gravedad de las cosas y, por si acaso, organizar una comitiva hacia el exilio.
No habían pasado veinticuatro horas desde que había salido del Palacio, pero cuando regresó todo olía distinto. El oro ya no brillaba; los cuadros no sonreían; los cortinajes no danzaban con el viento. Y estaba todo lleno de personas que no había visto jamás.
Un ser zarrapastroso lo abrazó y comentó con dificultad y alegría que el Zar había abdicado y estaba detenido. Luego bebió a morro de una botella de cristal y se desplomó en el suelo. Sergei vio a lo lejos a parte del servicio bailando y brindando, y entonces no pudo más: rompió a llorar y salió corriendo de allí.
Fue tal el abatimiento que se refugió en un portal. Allí se cubrió con varias capas de abrigo, y pasó tres días y tres noches en las que fue muriendo lentamente de frío. Al tercer día, cuando ya casi daba por finalizada su vida, vio aparecer un rostro conocido.
―Toma un poco de caldo caliente.
Tomó el bol y se lo bebió en un abrir y cerrar de ojos. Luego tomó tres más. Agradecido, miró a la cara a su convidador, y descubrió, asombrado, que era Mijaíl. Sergei no reprimió el impulso y lo besó, advirtiendo que el gesto había sido recibido con sorpresa, y no con desprecio. En ese momento se dio cuenta de que había acabado la Rusia de los zares y había comenzado la Rusia de los Soviets.