Un médico no deja de serlo nunca. Ni siquiera en el sepelio de su padre. Da igual que la vista se empañe, que los chistes se vistan de negro, que el hambre se llene de amargura.
No, un médico no deja de serlo nunca. Por eso, cuando oí los gritos desgarradores y se abrió la cascada bajo el vientre de aquella mujer corrí hacia ella, me arrodillé y tomé entre mis manos aquella cabeza que iluminó el pasillo del tanatorio. En ese momento me di cuenta de que tras el ocaso siempre viene otro amanecer.