Querida marquesa de Läufigburg:
Al contrario que en otras ocasiones, esta vez renuncio a utilizar este medio de comunicación para transmitiros frases ardientes y promesas fogosas. La situación por la que atravieso es grave y me obliga a tomar una decisión drástica, cuyas consecuencias estoy dispuesto a afrontar, y espero que vos también lo estéis.
Como ya os habrá transmitido Su Majestad en la Corte, el Parlamento está enfrascado en un efervescente debate sobre la reforma constitucional, que amenaza con desbordarse si no lo detenemos con prontitud. Por si no estabais enterada, los progresistas y algunos de mis correligionarios han roto su palabra de caballeros y han abrazado la causa republicana, abanderada por los radicales de la Liga Popular. Sigo sin comprender quién ha podido elegir a esos alborotadores, que visten chaqueta en lugar de frac, se afeitan la barba y rechazan el monóculo para portar unos vulgares anteojos. ¡Y menos comprendo aun que mis propios compañeros de bancada se crean sus embustes y falacias!
No es esa la única dificultad que he de afrontar en estos próximos meses. Veréis: mi esposa ha empezado a sospechar que estoy teniendo una aventura. Pero antes de que os alarméis, eso no es un revés para ella ―pues ya ha ocurrido en otras ocasiones e incluso transige con la situación―; el problema es que ―no sé si porque tiene informadores― sospecha que me estoy viendo con una mujer adinerada y se empeña en obtener réditos económicos por tal circunstancia. El caso es que ha insinuado que estaría dispuesta a difundir mi infidelidad, con lo que ello conllevaría; máxime cuando vos y yo no hemos sido suficientemente cuidadosos y toda vuestra Guardia de Palacio sabe de nuestros retozos.
Por si fuera poco, marquesa, corren rumores de que estáis teniendo relaciones más que esporádicas con el duque de Hurenburg ―aparte de con otros miembros de la nobleza cuya identidad y tamaño me traen sin cuidado―. Eso no sería problema para mí si no fuera por su creciente influencia en el Partido Progresista, lo que puede dificultarme seriamente la suma de mayorías parlamentarias. Dada la querencia del duque por una república aristocrática ―de invención suya y que él mismo ha ido divulgando por diversos círculos de la nobleza―, creo que es evidente que La Corona se halla en grave hora.
También he de confesar ―y aunque sabéis que no acostumbro a mostrar mis sentimientos, esta vez haré una excepción―, que los últimos encuentros que hemos tenido me han resultado muy poco satisfactorios. No sólo porque tengo la sensación de que estáis pensando en otra persona cuando yacemos ―¿Acaso en el duque de Hurenburg?―, sino también porque cada vez dedicamos menos tiempo a la cópula y más a hablar de vuestros problemas conyugales. Ya he de solucionar problemas bastantes en mi hogar sin que medie fornicación para ser, también, el flotador que mantenga emergida la precaria barca de vuestro matrimonio.
No me malinterpretéis. Creedme si os digo que no me supone ningún problema hacer las veces de consejero personal si es lo que necesitáis, ya sea antes o después de hacer el amor, pero no puedo convertirme en el saco al que arrojaís todas vuestras frustraciones y lamentos mientras sois el festín del que comen todos los que, por vos, no han movido más dedo que el que explora vuestras entrañas.
Nunca hubiera querido conducir nuestro vínculo hasta esta situación, pero me temo que hemos de tomar una decisión importante para evitar que los oportunistas y los vendidos destruyan nuestra reputación y conviertan nuestra vida en una existencia a la deriva en este agitado mar que es nuestra rencorosa aristocracia. De ello, creedme, dependen La Corona y todo el poder que en este Reino ostenta la nobleza.
Así, pues, querida marquesa de Läufigburg, me temo que hemos de dejar de relacionarnos, acaso durante un tiempo prudencial. No obstante, es posible que pueda reconsiderar mi súplica si tenéis a bien incrementar las donaciones anónimas a mi partido ―que se destinarán íntegramente a afianzar el papel de la Corona y la nobleza en la Constitución―, así como abonar una pensión de confidencialidad a mi esposa en cuantía suficiente para que le compense no abrir su boca de pregonera.
No oculto que es mi mayor deseo que mantengamos viva nuestra llama, aunque para ello debáis hacer un esfuerzo que se me antoja liviano para vuestro patrimonio. Cumplid sólo este ruego y no os arrepentiréis.
Recibid un caluroso beso en la mano y, cuando nadie nos esté mirando, un sorbeteo en vuestros labios.
Os aprecia.
El Conde de Pantoffelheld.