Algo tan complicado como cruzar una calle transitada puede convertirse en un proyecto de vida. Eso le ocurrió a un hombre el día que se decidió a atravesar aquella ancha avenida por cualquier lugar en vez de usar el paso de peatones. Calculó que cruzando por zona prohibida se ahorraría un minuto, pero al llegar a la isleta central aumentó el volumen de tráfico y no pudo completar su trayectoria. Por supuesto se planteó regresar sobre sus pasos, pero al otro lado de la calzada también había multitud de vehículos devorando el asfalto a velocidades inhumanas, así que decidió esperar.
Esperó y esperó. Anocheció, amaneció y siguió en la isleta, sin poder cruzar. Dieron las doce campanadas y él felicitó el año nuevo a los viandantes que paseaban por las aceras, situadas en una inalcanzable cercanía. Nevó, salió el sol, volvió a nevar y volvió a brillar el cielo, pero nunca dejaron de fluir coches.
En algún momento debió despistarse porque de pronto se vio acompañado por una mujer, que debió llegar a la isleta en un singular instante en el que el tráfico se habría detenido. Al principio no se dirigieron la palabra, pensando que ambos estaban de paso, pero seis meses después asumieron que tardarían en cruzar y empezaron a conversar sobre temas banales, con intención de hacer tiempo hasta que el flujo de vehículos amainara.
Con el paso del tiempo intimaron, y pocos años después ya tenían a tres hijos. El tiempo pasó y la familia siguió creciendo hasta que, un día, el Ayuntamiento decidió cortar por un instante el tráfico para desalojar a los ocupas de la isleta, puesto que ya invadían un carril por sentido y afectaban a la fluidez de la vía. Quién sabe si de pena o de desamparo, muchos de ellos fallecieron a los pocos días al cruzar para regresar a su isleta, mientras que los demás perdieron la cordura rodeados de las comodidades de un hogar bien amueblado.