Nicolás agachó la cabeza y miró al césped. Una lágrima se escapó de su ojo, lo que abrió paso a un torrente de tristeza. Alguien le puso la mano en el hombro y reparó en que le había llegado su turno. Con las pocas fuerzas que deja el desánimo agarró la pala, la hincó en la tierra con una mezcla de rabia y abatimiento y lanzó una corta palada sobre la fosa.
El gesto protocolario no redujo su dolor. Sí cortó su llanto, aunque no por mucho tiempo. Ni su lugar en primera fila del multitudinario funeral ni las cámaras de televisión redujeron su flujo lagrimal, que había arreciado al pensar que de un momento a otro tendría que dar una segunda palada.
Entonces llegó él.
Humberto Espinosa vestía con la misma elegancia obituaria que el resto de asistentes y tenía la cara tan seria y triste como los demás, pero su cuerpo irradiaba una energía distinta. Avanzó zigzagueando entre los asistentes hasta ponerse a la altura de Nicolás y le puso una mano en la cintura.
―¿Qué haces, Nicolás? ―Aguardó pacientemente a que contestara, pero sólo obtuvo un llanto lastimero por respuesta―. ¿Te parece que estás dando la imagen de un líder?
―La quería ―musitó al fin entre sollozos―. La quería con locura. Yo… Yo… ¿Por qué, Señor? ―Apretó los dientes y ahogó un nuevo llanto―. Ayer, cuando ella salía de casa, discutimos. Es por mi culpa. Es por mi…
―Pero Nicolás, mírate ―le susurró al oído. Dio medio paso atrás y lo contempló de arriba abajo, luego prosiguió―. ¿De verdad te crees que ésta es la apariencia de un hombre de tu talla? Vamos, hombre, ni que tuvieras nueve años. ―Guardó silencio un instante―. ¿O será que de verdad tienes nueve años? ―Se calló de nuevo, y cuando Nicolás iba a contestar continuó su discurso―. Tus lágrimas no son sinceras. Podrás engañar a toda esta gente, podrás engañar a las televisiones, pero no a nosotros.
El llanto de Nicolás se detuvo en seco. Con los ojos colorados miró a Humberto. Intentaba parecer íntegro, pero la boca ligeramente entreabierta delató su estupefacción.
―¿Qué quieres decir?
―¡Venga ya! Estás ahora mismo en el centro de las miradas. «Oh, mira al pobre Nicolás Henríquez, que ha quedado viudo» ―dijo con voz nasal―. ¿Crees acaso que a esa frase seguirá un «vamos a votarle»? No, claro que no. Tus lágrimas se evaporarán en los próximos días y ya nadie se acordará de ti. Para cuando quieras anunciar tu candidatura sólo serás un lejano recuerdo.
―¿Qué sugieres, entonces? ―preguntó en tono confidente y ya sin rastro de tristeza.
―A los votantes no les atrae la tristeza, les atrae la superación. Si sabes vender bien esto serás el chico que se recuperó a pesar de la muerte de su mujer. El hombre que, rota su vida, se vuelca en el servicio a la comunidad ―explicó en tono solemne.
A Nicolás le llevó un rato asimilar aquellas palabras. Tenía dudas, desde luego. Cualquiera se preguntaría si era buena idea utilizar la muerte de un ser querido como eslogan político, pero no era ése su temor. Lo que no concebía era la indiferencia ante la muerte. Temía que un gesto serio, pétreo, espantara a los votantes más sensibles.
Claro que también podría vender que sus sentimientos no afloran con facilidad, aunque después de lloriquear como un mocoso ante las cámaras de televisión sería difícil vender aquella imagen.
―¿Cómo puedo reconducirlo, Humberto?
―Nadie nos está escuchando. Desde que me vaya, que será en breve, dejarás de llorar, te secarás las lágrimas y tomarás aire muy profundamente. Si alguien te pregunta, di que te he dicho algo inspirador que te ha hecho replantearte el sentido de la vida. ―Dio un paso atrás dispuesto a marcharse.
―¡Espera! ¿Y si alguien me pregunta qué me dijiste?
Humberto alzó levemente los brazos y frunció el entrecejo.
―Por Dios, nadie te va a preguntar eso. ¿En cuántos funerales has estado?
Nicolás fue a preguntar algo más, pero Humberto lo esquivó con habilidad confundiéndose con el tumulto que rodeaba la fosa. Estuvo a punto de seguirlo, pero eso habría destrozado su popularidad sin remedio, de modo que guardó sus dudas y sacó el pañuelo con el que secó sus lágrimas y endureció su rostro.
Las dudas aún afloraron unos instantes más, hasta que se percató de que el camino que le había señalado Humberto era la vía más rápida a lo que siempre había soñado. En ese momento tomó aire hasta llenar sus pulmones y controló sus músculos faciales para evitar que una sonrisa triunfadora floreciera en su cara.