Con las manos en los bolsillos de su raída chaqueta, Pietr contemplaba embelesado aquella bola de queso curado. Le faltaba una porción, y la tabla de madera en la que se apoyaba estaba manchada de los mil alimentos que antes habrían pasado por ella. A pesar de los rudos trazos del lienzo, Pietr casi podía sentir el olor de aquel queso de cabra. Se sorprendió a sí mismo masticando aire con sutileza mientras sus papilas gustativas expelían saliva a raudales, y sólo vino a detener su degustación virtual cuando un tumulto se detuvo a su lado y uno de sus integrantes lo empujó por accidente. El involuntario agresor dijo algo en un idioma desconocido y acto seguido se afanó en tomar unas quince o dieciséis fotos de aquel cuadro antes de que el guía los dirigiera al siguiente lienzo.
Pietr contuvo el enfado mientras los veía alejarse. Para calmarse se mesó su desarreglada barba con las yemas de los dedos de su mano izquierda, que asomaban por los agujeros de un guante descosido. Después de que los turistas asalvajados salieran al pasillo volvió a mirar la bola de queso. Cerró los ojos y comenzó a masticar, pero no conseguía recuperar el sabor cremoso y ligeramente picante que paladeaba hacía sólo unos instantes.
―Vamos, Pietr. Sólo necesitas un poco de concentración ―se dijo a sí mismo.
Una pareja de ancianos que se había detenido a su lado se quedó contemplando a aquel hombre con cara de estupefacción. Pietr, ajeno a los observadores, cerró los párpados de nuevo, tomó aire de forma pausada y volvió a rumiar su propia saliva. Por un breve instante creyó sentir el sabor del queso, pero un llanto desconsolado lo sacó de su particular degustación. Sin darse la vuelta supo que una madre había abofeteado a su hijo por quién sabe qué mal comportamiento.
Pietr pensó que tal vez necesitaba cambiar de sabor, que sus papilas estarían saturadas de aquel lácteo cuajado. Dio tres pasos a la izquierda y se plantó frente a un enorme copón que contenía un líquido granate oscuro, flanqueado por un racimo de uvas rojizas y brillantes. Antes de concentrarse en el cuadro miró a su alrededor y, al no ver a nadie, cerró los ojos y extendió el brazo hasta agarrar una copa de vino ficticia, que comenzó a mover en el sentido de las agujas del reloj. Se la acercó a la nariz y la olfateó, pero no sintió nada. Sin perder la esperanza, lo intentó una segunda vez, y acto seguido se llevó aquella masa de aire a los labios. Y entonces sintió cómo los taninos contraían cada rincón de su boca mientras el vino que imaginaba empapaba su lengua y su paladar.
Abrió los ojos y dio un brinco al descubrir a alguien a su lado, mirándolo sonriente como si supiera lo que estaba pasando. Recompuesto del susto, Pietr reconoció al vigilante y suspiró aliviado.
―¿Ya?
―Sí, Pietr. Ya es hora de cerrar.
―Vaya… Justo ahora que empezaba a disfrutar…
―Imagino. Hoy ha habido mucho movimiento.
Pietr salió de la pequeña habitación. Tras él lo hizo el vigilante, que fue apagando las luces de cada uno de los lugares que iban abandonando. Llegaron a la puerta y, como cada noche, el vigilante sacó del despacho los cartones con los que Pietr se cubría en el portal de aquel museo.
―¿Hoy qué tienes para cenar?
―Lo que he cenado ahí dentro ―contestó Pietr cabizbajo.
―Pues ten. ―El vigilante le alcanzó una bolsa de pan tostado y un bote de mermelada.
―¿Y esto? ―Pietr comenzó a negar con la cabeza―. No, Iosif, sabes que no puedes permitirte…
―Dos ancianos, al salir, me preguntaron por ti, y les expliqué lo que haces todos los días. Debió conmoverles mucho porque volvieron con esto para que te lo diera.
Pietr sintió un escalofrío y tomó una bocanada de aire con la que controló su incipiente emoción. Se quedó mirando el pan y la mermelada durante unos minutos, mientras el vigilante terminaba de cerrar el museo.
―¿Sabes si volverán? ―preguntó con curiosidad.
―No lo sé, pero eran extranjeros, así que no tendría mucha esperanza. ―El vigilante pudo ver una mueca de decepción en la cara de su interlocutor―. Pero yo si estaré, así que podrás cenar queso de nuevo.
Ambos rompieron a reír. Luego se dieron la mano y se despidieron, deseándose una buena noche. El vigilante puso entonces rumbo a su coche y Pietr se acomodó en la pared, sacó una rebanada de pan, la untó de mermelada y la mordió con la delicadeza con la que muerden quienes no pueden sorprender a diario a su paladar.