Samuel miraba con sus ojos de niño a través del ventanal sucio. Como era habitual, estaba viendo caer copos de nieve desde aquel cielo oscuro. De puntillas, asomado a los cristales, tamborileaba con los dedos mientras tarareaba aquella melodía que tantas veces había escuchado a su madre.
En su ensimismamiento ignoraba los ruidos de cacharros que provenían de la cocina. Reaccionó, sin embargo, a la primera llamada que escuchó de su madre. Abandonó el ventanal y se dirigió corriendo hacia Alicia.
―Dime, mamá.
―¿Ha pasado el señor que te dije?
―No. Todavía no.
Alicia suspiró. Puso una rejilla sobre los troncos, prendió un trozo de papel y lo arrojó a los trozos de madera, a los que las llamas envolvieron de inmediato, lo que llenó la estancia de un fuerte olor a gasolina. A continuación puso el caldero sobre la rejilla y miró de nuevo a su hijo.
―Vuelve a la ventana y llámalo si lo ves venir.
―¡Vale, mamá! ―dijo con una sonrisa.
Samuel salió tan rápido de la cocina que no vio a su tía Dolores, con la que tropezó y a la que tiró al suelo. También golpeó la encimera y una urna de cerámica se tambaleó peligrosamente.
―¡Samuel, ten cuidado! ―gritó Alicia, que se acercó a su hermana―. ¿Estás bien?
―Sí ―contestó, llevándose una mano a la cadera―. Sólo ha sido un golpe. ―Se incorporó y estiró el brazo para sujetar la urna.
―Lo siento, este niño es un nervio.
―No te preocupes, Alicia. Sólo quiere ser un niño normal.
«Un niño normal», se repitió Alicia para sus adentros, y de inmediato se recordó a sí misma en su infancia, jugando en el parque con los demás niños bajo un intenso cielo azul. Un nudo se formó en su garganta; trató de tragarlo, pero en su lugar dos lágrimas brotaron de sus ojos. Dolores, comprendiendo lo que le ocurría a su hermana, la abrazó.
―Tranquila. Verás como todo sale bien.
Permanecieron unidas el tiempo suficiente para que Alicia se recompusiera. Luego se incorporó, se acercó a su hijo y se agachó junto a él. Al mirarle a los ojos creyó ver las pupilas grises de su difunto marido, y la misma expresión facial de asombro y culpabilidad mal disimulada. Echaba de menos a su marido, a quien había visto por última vez la mañana antes del primer ataque, cuando él se había ido a trabajar a la central nuclear. Tras aquello, lo más cerca que estuvo de él fue en el entierro, cuando le aseguraron que su cadáver estaba dentro de aquel ataúd de plomo y zinc que enterrarían bajo un metro de hormigón.
―Que sea la última vez que sales corriendo así.
―Vale.
―Casi tiras a papá ―dijo, señalando la urna.
El niño dio un respingo y un escalofrío hizo que le temblara todo el cuerpo. Se dirigió de nuevo al mueble, pidió disculpas a la urna de cerámica y le dio un beso. Mientras regresaba al ventanal, Alicia se dirigía a la cocina, donde Dolores cortaba verduras para cocinar un potaje. Ésta se dio la vuelta y miró a su hermana con cara de reproche.
―Mira que insistir en lo de «papá» ―le susurró.
―Quiero que crezca con una figura paterna.
―Claro. Unas cenizas de pino como figura paterna.
―Cuando sea mayor lo entenderá ―dijo, sin mucho convencimiento. En sus adentros temía la posibilidad de que no llegara a una edad lo suficientemente madura como para explicarle a su hijo el destino real del cadáver de su padre.
―Bueno, es tu hijo y tú asumes la responsabilidad de educarlo.
Alicia estuvo a punto de contestar a la afrenta de su hermana cuando comenzó a sonar un suave repiqueteo en el techo que al instante se intensificó hasta ser un estruendo. Ambas se miraron, asustadas, sin poder identificar el origen del ruido. Alicia comenzaba a preocuparse por el estrépito cuando escuchó a Samuel:
―¡Mamá, ven! ¿Qué es eso?
Alicia se dirigió al ventanal y vio a su hijo señalando a través del cristal. Ya no caían copos de nieve.
―¿Qué es eso? ―insistió.
―¡Lluvia! Es lluvia ―dijo la madre, confirmando sus temores.
―¿Eso es lluvia? ―preguntó, con los ojos muy abiertos.
―Sí.
―¡Bien! ¡Lluvia! ―gritó. De un salto se separó del ventanal y comenzó a correr por el pequeño salón.
La alegría del pequeño contrastaba con la tristeza que se dibujaba en el rostro de Alicia. Si el médico no llegaba a tiempo a la casa, ella tendría que llevar a Samuel a la ciudad, que estaba a veinte kilómetros de distancia. Se habría arriesgado a andar bajo la nieve, pero después de todos los comentarios que había escuchado sobre la lluvia, le tenía verdadero temor. Alicia miraba a través del ventanal, ignorando el jolgorio que había montado su hijo, cuando sintió de pronto la presencia de Dolores a su lado.
―¿Qué te preocupa?
―La lluvia. Si llueve no podremos ir a la ciudad.
―¿Por qué no?
―¿No has oído hablar de la lluvia radiactiva?
―Mujer, eso son inventos para que no salgamos de casa. Además, tienes el contador Geiger.
―Hace varias semanas que se agotaron las pilas. Ya no podemos ni siquiera medir la radiación de las verduras.
Dolores suspiró. Tendía a ignorar los peligros que era incapaz de controlar, puesto que consideraba inútil preocuparse por cosas que no podía cambiar, lo cual era un motivo de reproche continuo entre ella y su hermana.
―Bueno, y de todos modos, ¿para qué vas a ir a la ciudad? Espérate a que venga el médico.
―Tengo miedo de que no venga más.
―Venga ya. Sabes que viene cada dos meses, pero a veces se retrasa.
―¿Y si no viene?
Dolores, renunciando a proseguir con su mensaje optimista, prefirió callar para no prolongar una discusión que se antojaba infinita y se dirigió a su cuarto. Alicia pensó que se había refugiado allí para contener su enfado, y valoraba la posibilidad de ir a disculparse cuando su hermana apareció con dos rulos de plástico.
―Ten ―dijo, ofreciéndoselos―. Son chubasqueros. Espera a que termine de hacerse el potaje y te llevas dos raciones en la fiambrera.
―Pero…
―Tu hijo necesita un médico y tú necesitas a tu hijo sano.
―Pero la lluvia…
―Anoche no dormiste. La otra noche, tampoco. Hasta que un médico no vea la tiroides de tu hijo no vas a volver a conciliar el sueño.
―¿Y si no llegamos?
Dolores tomó la cara de su hermana con las dos manos, se puso de puntillas y la besó en la frente.
―Llegaréis. Y eso no me lo vas a discutir.
Cuarenta minutos después, Samuel y su madre caminaban rumbo a la ciudad. De acuerdo a los cálculos que había hecho Alicia, serían necesarias unas cinco horas, lo que significaba llegar sobre las tres de la tarde. En realidad había un camino más corto, pero no tenía lugares donde guarecerse por si el tiempo empeoraba.
―Mamá, ¿qué significa «verano»?
―¿Dónde has escuchado eso?
―Lo dijo tía Dolores. Me dijo que en verano iríamos a la playa. ¿Qué es una playa?
Alicia resopló y cerró los puños.
―Tu tía Dolores es un poco bocazas.
―Ya. ¿Pero qué es «verano»?
―El verano es un período en el que no hay nubes y el sol da mucho calor.
―¿Y falta mucho para que llegue?
―Sí. Faltan bastantes años ―dijo, suspirando.
El resto del camino transcurrió en silencio. Samuel andaba dando saltitos y contemplando cada detalle del paisaje que estaba recorriendo, y Alicia caminaba mirando embobada la alegría que irradiaba su hijo. Cuando se vinieron a dar cuenta la lluvia había cesado y habían empezado a caminar entre edificios.
―Hacía mucho que no veníamos a la ciudad, mamá.
―Sí.
―¿Fue cuando vinimos a buscar a papá, verdad?
―Eso es.
Siguieron caminando hasta llegar al centro de salud. Estaba abarrotado, como cualquier otro día, pero tras inscribir a su hijo en la lista de espera Alicia recibió la orden de ubicarse junto al pasillo de quirófanos, puesto que los niños tenían prioridad. Apenas diez minutos después salió el cirujano, que llamó a Samuel.
―¿Ha comido? ―preguntó el médico.
―No ―contestó Alicia―. ¿Por qué?
―Por si hubiera que intervenirlo.
Sin mediar más palabra, el cirujano asió al niño por el brazo y lo introdujo en la sala de operaciones. Alicia permaneció esperando durante un tiempo que le pareció casi una eternidad, escuchando murmullos, toses y lamentos de todas las edades e intensidades.
Una voz la despertó de su ensimismamiento.
―Ha hecho bien viniendo. Hemos tenido que intervenir ―dijo el cirujano, señalando al cuello de Samuel, donde un esparadrapo tapaba la sutura―. El tumor había crecido mucho.
―Gracias, doctor. No sé cómo agradecérselo. ―Guardó silencio un momento―. Menos mal que he venido, porque el médico itinerante no ha pasado por casa.
―Algo he escuchado al respecto. Espero que no le haya ocurrido nada.
―¿No pueden enviar a otro?
El cirujano guardó silencio y miró a la abarrotada sala, esperando que fuera suficiente respuesta para Alicia, pero una súbita sensación de cansancio le invadió el cuerpo y pensó que aquella charla lo ayudaría a descansar.
―Como puede ver ―explicó― estamos pasando por una época de bastante trabajo. En cuanto reduzcamos la lista de espera enviaremos otro médico a pasar por las casas.
―El médico venía caminando. ¿No pueden enviarlo en coche o ambulancia? Tardaría menos…
―Ojalá pudiéramos ―dijo, resoplando―, pero sólo nos quedan dos ambulancias operativas, el Gobierno nos está restringiendo el uso de combustible y la semana pasada nos robaron los gasógenos.
―Vaya… Lo siento ―contestó Alicia, que miró a su hijo, quien le sonrió―. Bueno, gracias de nuevo. Me quedo más tranquila.
Samuel y Alicia se dirigieron al mostrador de la entrada, donde la enfermera entregó a la madre un papel con instrucciones para el postoperatorio y dos frascos de pastillas a cambio de una generosa suma de dinero, y al niño un pequeño caramelo, que saboreaba con verdadero placer. Ambos salieron del centro de salud e iniciaron el camino de vuelta. De pronto, Samuel se detuvo al contemplar algo que nunca había visto.
―¡Mira mamá!
Alicia, que seguía siguió andando, ajena a lo que hacía su hijo, se detuvo y se dio la vuelta. Al ver a su hijo señalando hacia delante, siguió la dirección del dedo y vislumbró, a lo lejos, un tenue rayo de luz que se abría paso entre las nubes, y un pequeño fondo azul se comenzó a dibujar entre las capas grises del cielo.
―¿Qué es eso, mamá?
―Eso es el cielo, hijo ―contestó con sorpresa.
―¡El cielo! ―repitió. ―¡Es muy bonito! Cuando lleguemos a casa se lo enseñaré a papá.
Apenas terminó de hablar, Samuel vio cómo se humedecían los ojos de su madre.
―Mamá, ¿estás llorando?
Alicia asintió con la cabeza. Se secó las lágrimas con las manos y tomó una bocanada de aire.
―¿Por qué lloras?
―Es la primera vez que ves el cielo ―dijo, sujetándole la solapa del abrigo con las manos.
―Sí ―contestó―. ¿Es la primera vez que lo ves tú?
―No. Pero hacía mucho tiempo que no lo veía, y temía que tú no lo vieses nunca.
―¿Cuánto hacía que no lo veías?
―La última vez que lo vi fue el día antes de que nacieras.
Samuel la miró con la boca abierta. Alicia lo tomó en brazos y le dio un beso en la mejilla. Lo dejó de nuevo en el suelo y siguieron caminando.
―Mamá, ¿Está terminando el invierno?
―Creo que sí, cariño. Creo que está terminando.
Este relato fue presentado al V concurso de relatos de invierno de ¡¡¡Ábrete libro!!!