Cuando se reconocieron tras los disfraces de enfermera y de soldado corrieron a encontrarse. El abrazo fue tan poderoso que levantó polvo del suelo e hizo caer algunos cascotes de las ruinas adyacentes. Ella lo miraba con tanto afán que no reparó en la enorme cicatriz de su pómulo; él, absorto, hipnotizado por sus ojos vidriosos, ignoró la quemadura purulenta de su cuello.
―Prométeme que esta vez no te alejarás.
―No lo haré. Estaré junto a ti toda la eternidad.
Diez segundos permanecieron en aquel paraje ruinoso, justo el tiempo que tardó en caer la siguiente bomba. Después, y sabiendo que ya nadie podía robarle el uno al otro, siguieron juntos.