—¡Orden! ¡¡¡Orden!!! —vociferó el presidente del Parlamento desde su asiento. Abrió enérgicamente sus puños dirigiéndolos hacia las dos enormes puertas de la Cámara, provocando que éstas se cerraran con violencia—. Se abre la sesión. Tiene la palabra el primer ministro.
El presidente del Parlamento era toda una institución. Poseía dos ojos saltones cubiertos por párpados arrugados, y una cabeza poblada por unos pocos pelos que se resistían a caerse. Tendía a sacar el labio inferior como signo de apatía, y, a juzgar por ello, podría decirse que el pobre hombre vivía hastiado las veinticuatro horas del día.
Mientras el hemiciclo se llenaba de legisladores, el presidente observaba con detenimiento las gárgolas y los ventanales que presidían la parte alta de aquella cámara que él presidía. Como solía hacer, detuvo su mirada en la parte carbonizada, que se había mantenido sin reparar para que Sus Señorías recordaran el intento de sedición del almirante Otero. Después de quince años en el cargo había acabado desarrollando ese ritual para no cruzar su mirada con la de los diputados, a los que veía como seres inferiores y ávidos de ocupar su poder. Si acaso, respetaba al jefe del Gobierno, cuyo cargo consideraba casi tan importante como el suyo propio.
Los parlamentarios, uno a uno, fueron levitando por las escaleras imaginarias hasta sus respectivos escaños, donde se dejaban flotar. Todos menos el primer ministro, que puso rumbo hacia la tarima. Largo y delgado como una varita, y con la cabeza coronada con una mata desordenada de pelo grisáceo, el primer ministro y su ácido discurso despertaban tantas pasiones en el seno del Partido Conservador como fobias en los parlamentarios del Partido Liberal.
Con gesto altivo, como solía hacer, el primer ministro llegó a la tarima de granito, en la que depositó los pergaminos que contenían el discurso que habría de pronunciar para defender los presupuestos anuales del Estado, cuya aprobación se antojaba complicada por la pérdida del apoyo de los parlamentarios cantonalistas del noreste. De un soplido se ajustó el monóculo y comenzó su alegato. Un gesto del presidente del Parlamento con la mano encendió una llama verde en el candelabro del atril, iniciándose así la cuenta atrás del tiempo disponible para la ponencia.
La sesión se desarrollaba con lentitud y el aburrimiento se extendía entre los parlamentarios. Mientras el primer ministro leía su monótono discurso, algunos legisladores cuchicheaban entre ellos, otros se entretenían pasándose una pequeña bola de plasma que cambiaba de color, y otros, los que más, dormían. O tal vez se transportaban mentalmente a otro lugar; porque, a fin de cuentas, no es fácil diferenciar a alguien que se transporta mentalmente de alguien que duerme. El presidente del Parlamento trataba de seguir el alegato del primer ministro, aunque ponía más esfuerzo en luchar contra las cabezadas. Vencido por el aburrimiento, se dejó dormir sobre su codo.
Para entonces la llama del candelabro se había tornado naranja, lo que significaba que al primer ministro sólo le quedaban treinta minutos del tiempo asignado.
Y el debate, que no era debate porque sólo hablaba uno, habría continuado por los mismos derroteros si no fuera porque el presidente del Parlamento, al que una queja procedente del hemiciclo le había desvelado, se vio de pronto obligado a llamar la atención con su voz ronca a un parlamentario:
—¡Señor Villazusta, le llamo al orden! ¡Absténgase en lo sucesivo de generar cumulonimbos encima de los señores parlamentarios del Partido Conservador! —El aludido se tapaba la boca con la mano para acallar una carcajada que luchaba por salir—. ¡Retire esas nubes de inmediato!
Tan pronto dijo esto, las nubes rompieron a llover y los diputados liberales estallaron en una carcajada que, por más que intentaban, no conseguían reprimir.
—¡Esto es el colmo! ¡Mojar la casa de la soberanía popular…! —clamaba el presidente del Parlamento—. ¡Señor Villazusta! Le llamo al orden por segunda vez. —Tomó un pergamino y empezó a leer—: Y le advierto que, como dice la sección séptima del reglamento, si tuviera que llamarle al orden por una tercera vez, este presidente tendrá que bailar la danza de la lluv… —Se acercó el pergamino a los ojos para leer de nuevo con más detenimiento y a continuación se puso en pie y gritó—: ¿Quién ha sido el gracioso que ha usado el conjuro para cambiar las palabras del reglamento?
Las risas entre los liberales aumentaron, a quienes se les habían sumado los cantonalistas del noreste. Mientras tanto, los conservadores afeaban a sus rivales la inapropiada conducta que estaban llevado a cabo. Por su parte, los parlamentarios del pequeño grupo reformista permanecían callados, intentando permanecer ajenos a la trifulca mientras negaban con la cabeza mirando a unos y a otros.
Hicieron falta quince minutos para que se recuperara la calma, durante los cuales el presidente del Parlamento había aprovechado para invocar un conjuro que hizo entrar nueve fregonas que secarían el suelo. Las dirigía batiendo los brazos como si estuviera dirigiendo una orquesta sinfónica. Una vez terminada la tarea, ordenó con su dedo a las fregonas que regresaran al almacén de limpieza y se dirigió al ponente:
—Señor primer ministro, puede proseguir.
—Gracias, señor presidente —dijo, haciendo una reverencia—, aunque este Parlamento no me merezca.
La afrenta provocó que se alzaran voces en contra de las palabras del primer ministro, todas de la bancada liberal, mientras el presidente del Parlamento, que seguía en pie, se desgañitaba en vano para intentar hacer callar al hemiciclo. De pronto, alguien anunció una moción de censura. En ese momento se hizo el silencio en la Cámara. El presidente, que también se había callado, se dejó levitar en su sitio, recuperó el pergamino y tomó la palabra:
—Ante la presentación de una moción de censura, ésta deberá celebrarse en la misma sesión en que sea propuesta. ―Levantó la vista y miró a los parlamentarios liberales con un gesto de repulsa―. ¿Quién es el candidato o candidata?
—¡Herminia del Castillo y Orellana! —gritó una voz femenina.
—Bien, pues… que empiece la votación.
Todos los parlamentarios se pusieron en pie. El primer ministro permaneció erguido en la tarima fingiendo entereza, aunque la congoja le asomaba por cada rasgo de su cara. De inmediato los parlamentarios extendieron el brazo hacia él. Los liberales empezaron a lanzarle rayos rojos al primer ministro, y los conservadores trataban de neutralizar los ataques proyectando rayos verdes. Otros parlamentarios emitían rayos de ambos colores en distinta proporción.
El primer ministro se sintió aliviado al principio, al comprobar que los pocos rayos rojos eran neutralizados con efectividad por los rayos verdes de sus correligionarios. Pero poco a poco estos últimos comenzaron a verse en desventaja. Para cuando el primer ministro quiso darse cuenta de que la situación era crítica, el número de rayos rojos había superado irremediablemente al de rayos verdes, lo que provocó que su cuerpo se volatilizara en una décima de segundo.
Todos los parlamentarios, agotados por el esfuerzo, se dejaron levitar en sus puestos. El presidente del Parlamento, que se percató de que la llama del candelabro seguía encendida, aún en color naranja, la apagó cerrando el puño desde su sitio. A continuación se puso en pie y dijo:
—Con ciento ochenta rayos rojos y ciento setenta verdes, queda investida como primera ministra doña Herminia del Castillo y Orellana.
Los parlamentarios liberales se levantaron y estallaron en un gran aplauso, al tiempo que la nueva jefa de Gobierno recibía las felicitaciones de sus compañeros de filas. En el otro lado, los conservadores hacían muecas de desprecio, mientras se escurrían las ropas y se arreglaban el pelo.
—Se cierra la sesión —concluyó el presidente del Parlamento que terminó la frase con un sonoro carraspeo. A continuación rebuscó en su bolsa, convencido de que le quedaba algún caramelo de menta.