Un portazo anunció la llegada de Fernando a casa. El golpe hizo temblar los cuadros de la pared y asustó a una paloma que estaba posada en la cornisa de la ventana, que echó a volar; pero no a su mujer. Bárbara asomó la cabeza por la puerta del cuarto de lectura, corroboró la llegada de su marido y volvió a meterse sin saludarlo. Al percatarse de ello, Fernando fue a su encuentro.
—¿Ya no saludas?
—No si traes tus problemas contigo.
Fernando dio un respingo y tragó un nudo. Miró al suelo un largo rato y cuando alzó la vista musitó una disculpa que Bárbara aceptó alzando las cejas en señal de advertencia. A continuación él se fue al dormitorio, se acostó boca abajo en la cama y comenzó a sollozar.
Las siguientes semanas fueron plácidas, hasta que Fernando tuvo que poner de nuevo rumbo a su tierra natal, al norte del país. Preparó a Bárbara su plato favorito y, tras el almuerzo, tomó el equipaje y montó en su coche. Se puso en marcha y avanzó los primeros metros mirando por el retrovisor, donde veía a su mujer despedirse efusivamente, a lo que él respondió agitando la mano por fuera de la ventanilla. Al girar la esquina la perdió de vista y se centró en los cuatrocientos kilómetros que le quedaban por delante.
Desde hacía tres años, al entrar en aquella casa llena de recuerdos todo su cuerpo atravesaba el quicio de la puerta, excepto su sonrisa. No había canción, disco, concierto ni gira cuyo recuerdo le permitiera esbozar el más mínimo gesto de alegría. Por el contrario, poner un pie en aquel suelo de mármol descolorido convertía su sangre en mercurio y transformaba cada respiración en un reproche a sí mismo.
Siempre la encontraba meciéndose con las manos sobre el regazo y la mirada fija en la ventana, a través de la cual se divisaba un parque. Si veía niños jugando reía levemente y hacía comentarios salteados; si no, el silencio envolvía aquella estancia hasta ocupar todos los rincones.
Aquella tez, antaño lisa y suave, era ahora un laberinto de surcos y arrugas imposibles de descifrar, y el pelo se había blanqueado tanto que parecía que nunca hubiera sido negro. Únicamente el iris pardo de sus ojos seguía inmutable.
Fernando le ofreció un bol con caldo. Ella se lo arrebató de las manos sin mirarlo y sin más agradecimiento que empuñar la cuchara y degustarlo, mientras él, sentado en la silla contigua de mimbre sobre un grueso cojín de plumón, observaba con resignación. Tras el último sorbo ella tendió el brazo, señal de que quería otra ración, y cuando apuró el bol de nuevo lo posó en la mesa auxiliar de madera de pino. Fernando, que ya conocía aquellos gestos, lo llevó a la cocina para fregarlo sin pronunciar palabra.
Después de una semana volvió a casa. Un nuevo portazo anunció a Bárbara la llegada de su marido, y de nuevo él acabó llorando en la cama. A los pocos minutos ella se acercó y lo acurrucó en su regazo.
—¿Sigue sin reconocerte? —le preguntó mientras le mecía el pelo gris blanquecino.
Fernando asintió con la cabeza. Después de un par de sollozos pudo articular varias palabras seguidas:
—No consigo ni que me hable.
—Pero si antes lo hacía.
—Ya no. Habla, pero no conmigo. Dice frases sueltas, parece que conversa con alguien, pero de manera desordenada. Lo único que dice con un mínimo de sentido es «si al menos mi hijo viniera a verme…».
En ese momento a Fernando se le quebró la voz. Bárbara viró la cara para que su marido no pudiera ver como una lágrima corría por su mejilla, pero cuando él le tendió un pañuelo soltó una breve risa y lo tomó para secarse.
—Al menos consigo que me mire de cuando en cuando —prosiguió Fernando, ahora más relajado—. No habla, no hace nada más, sólo me mira. Y a los pocos segundos vuelve a mirar a la ventana.
—¿Y qué ves en sus ojos?
—Sus ojos están llenos de incomprensión. Y de miedo —contestó con la voz temblorosa.
Unos días más tarde, Fernando se escapó nuevamente al norte para una visita fugaz y luego inició una gira de conciertos que duraría casi cuatro meses. Todo lo que fuera estar lejos de aquella casa antigua era un bálsamo reparador, pero su mejor terapia era el trabajo. Si no tenía recitales se encerraba a componer, ensayaba en el estudio o se dedicaba a promocionar artistas con proyección. Bárbara era su soporte fundamental, pero lo único que podía limpiar la podredumbre de sus entrañas era la música. Su mujer lo sabía, y por eso no le reprochaba que se ausentara tanto tiempo, durante el cual ella buscaba algunos días sueltos para suplirle en las visitas.
Quince semanas después, Bárbara esperaba con impaciencia en la zona de llegadas cuando vio salir a Fernando y sus músicos de la zona de equipajes. Iban cargados con las maletas llenas de pegatinas de varios aeropuertos españoles y latinoamericanos. Su marido lucía radiante y, como si fueran imanes de polos opuestos, ambos corrieron a encontrarse y unirse en un beso que parecía el último.
—¡Te veo genial! ¿Has recargado las pilas?
—Completamente —contestó él con júbilo e ilusión. Con toda la ilusión que puede tener un hombre al borde de los setenta años.
Sin embargo, aquella ilusión pareció irse por un sumidero cuando regresó a su casa natal. Si antes de la gira sentía un desapego nada disimulado, ahora notaba el repudio más enérgico. Estuvo allí dos semanas, durante las cuales cada ofrecimiento suyo se vio correspondido con una mueca displicente; cada chiste, con un bufido; cada caricia, con un manotazo.
—¿Qué sentido tiene, Bárbara? —preguntó, de manera retórica, a su regreso.
—Tampoco puedes hacer nada más —contestó ella encogiéndose de hombros.
Fernando fue a reprocharle lo conformista de su respuesta, pero cayó en la cuenta de que ella tenía razón. «No puedes hacer nada más», pensó, tratando de concienciarse de la realidad que debía afrontar. Bárbara lo miraba con los brazos cruzados mientras él, apoyado contra la pared, mantenía la vista fijada en el suelo. Su rostro volvía a estar apagado y sus ojeras lucían más pronunciadas que nunca.
—Habías regresado con tanta ilusión… ¡Con lo feliz que me hizo verte tan descansado y radiante! —protestó su mujer que, en un arrebato, dio un manotazo a una estantería.
En ese momento Fernando alzó la vista y Bárbara creyó haber visto un perro apaleado.
—Cuando estoy con ella no sé si me reconoce y se hace la indignada, si me confunde con otra persona o si soy un completo desconocido. —Hizo una breve pausa—. Ojalá pudiera saber qué ve cuando me mira.
No había terminado de pronunciar aquella frase cuando, de pronto, abrió los ojos de par en par y se irguió como si se hubiera puesto alerta. Sacó un pequeño bloc de su bolsillo, garabateó «¿Qué ve cuando me mira?» y un puñado de palabras sueltas. Bárbara pudo ver cómo hacía dos tachones y seguía escribiendo con la rapidez con la que un médico rellena una receta. A continuación, y como si fuera un resorte, Fernando echó a andar al sótano.
—Me voy al estudio. Si me llaman no estoy.
La hoja de la libreta se había convertido en un compendio desordenado de palabras y frases, y acababa de llevársela consigo al despacho donde componía. Sentía la sangre bullir en su cabeza, síntoma de que tenía un torrente de ideas a punto de expulsar sobre un papel. Sin embargo, y pese a la fluidez con la que empezaron a salir los primeros versos, al llegar al cuarto soltó el lápiz y rompió a llorar.
Ya el sol se va escondiendo a través de la ventana
y en tus adentros todavía sigue siendo madrugada.
¿En qué piensas? ¿Con qué sueñas? ¿Qué esconde tu mirada?
Era agua cristalina y no ese espejo que me rechaza…
Encerrado en aquel cuartucho, con sólo una lamparita encendida y una guitarra como acompañamiento, hubiera temido que Bárbara lo escuchara y bajara a dar con él, interrumpiendo así su incipiente manantial de emociones, pero la insonorización era lo suficientemente buena como para aislar sus llantos del resto de la casa.
Cuando se hubo tranquilizado trató de seguir componiendo. Lo hacía a trompicones, borrando más de lo que escribía. La escritura se le resistía, como tantas otras veces, y no esperaba otra cosa que salir de allí con un puñado de versos mal emparejados, una melodía a medio esbozar y algunas anotaciones en papeles sueltos que acabarían guardados en una carpeta a la espera de un nuevo brote de inspiración que encontraría buceando entre poemarios y muchas otras anotaciones. Pero de pronto, y para su sorpresa, sintió como si unos hilos invisibles manejaran su mano y comenzó a escribir de forma involuntaria, casi sin ser consciente de las palabras que iban surgiendo, hasta que, tras algunos tachones y correcciones, creyó tener lo que parecía una canción terminada:
Me tomabas de la mano, me abrazabas sin condiciones;
hoy rechazas mis caricias apartándome a empujones.
Me querías a tu lado noche y día, día y noche
y ahora siento que te estorbo, que hay otros muebles mejores.
Una vez, una vez más.
Y las veces que hagan falta siempre te vendré a cuidar.
Una vez, una vez más.
Mírame a los ojos y, aunque no sea verdad,
finge que me reconoces una vez más.
Al menos una vez más.
No me miras, te refugias contemplando la ventana.
No te veo. Se me nubla con mi llanto la mirada.
Los recuerdos que construimos desde mi más tierna infancia
se convierten en jirones de una vida desdibujada.
A la vera de tu cama, y aunque intento no llorar
tu olvido se me clava como agujas de cristal.
Con la almohada en mis manos no me paro de preguntar
si no existe otro camino, si no puedo hacer algo más.
«Si no existe otro camino, si no puedo hacer algo más», tarareó de nuevo, buscando el tono que mejor cerrara aquel verso. Ensayó con varios acordes distintos y cuando creyó haber dado con la melodía adecuada abandonó el estudio y subió a la cocina a preparar la cena.
Aquella noche la inquietud no le dejó dormir. Lo habitual tras componer era dar un par de vueltas en la cama, presa de la ilusión, y después caer rendido, pero esta vez era distinto. «Si no existe otro camino, si no puedo hacer algo más» seguía sonando en su cabeza. No terminaba de estar contento con la melodía, y acabó levantándose de la cama.
—Son las tres de la mañana —anunció Bárbara con voz soñolienta mientras miraba el despertador—, ¿A dónde vas?
—Al estudio.
—¿Otra vez? —protestó.
Fernando salió del dormitorio sin contestar. Bajó las escaleras, se encerró en el estudio y estuvo dándole vueltas a aquel verso. Probó una escala ascendente, una descendente, un acorde de séptima, uno con quinta aumentada… pero no conseguía darle el enfoque que quería.
Al rato apareció Bárbara con una taza de té.
—Ya ha amanecido.
Pese a que el reloj solía volar mientras componía, Fernando no pudo evitar sorprenderse al ver que el tiempo había pasado tan rápido. Tomó el té, lo bebió de tres sorbos y salió del estudio. Bárbara, que ya conocía sus arrebatos, lo siguió y, al verle tomar la maleta, le preguntó por su destino.
—Voy a ver a mi madre.
—¿Así, de pronto?
—Necesito verla, de verdad.
—Bueno, tú verás —susurró con resignación.
Bárbara acompañó a su marido, que parecía en trace, al coche, mientras barruntaba si sería buena idea confesarle que había estado horas con la oreja pegada a la puerta del estudio. Aquella última estrofa la inquietaba, pero para cuando quiso darse cuenta el coche ya había doblado la esquina a gran velocidad. Entró entonces en la casa y tomó el móvil, pero recordó su miedo patológico a la combinación de teléfono y conducción y soltó el terminal sobre el sofá.
«Que sea lo que Dios quiera», pensó, resignada, mientras se dirigía al baño para darse una ducha de agua hirviendo.
Fernando puso rumbo al norte una vez más. Hizo los cuatrocientos kilómetros con una bola de congoja en el cuello y sorbiendo lágrimas a la par que tarareaba continuamente «si no existe otro camino, si no puedo hacer algo más».
Cuando llegó, entró con sigilo y permaneció unos minutos viendo a su madre mirar por la ventana. La estampa le hizo redoblar su lagrimeo y todos los recuerdos afloraron de golpe haciéndole exhalar un largo suspiro. De pronto ella lo miró por un momento y volvió la vista de nuevo a la ventana. Fernando, convencido de haberla visto esbozar una tímida sonrisa, se acercó con delicadeza y la acarició con suavidad, a lo que ella contestó con un manotazo sin apartar su mirada asustada del parque sin niños.
—Si al menos mi hijo viniera a verme…
El rechazo de su madre y la propia incertidumbre acerca de a quién veía ella en lugar de a su hijo se mezclaron hasta hacer que su estómago se retorciera como si lo hubieran pateado. «¿Qué sentido tiene?», pensó, encorvado sobre su vientre, recordando la conversación con Bárbara. «¿Qué sentido tiene vivir así?», remató su subconsciente.
Con las mejillas empapadas, tomó el grueso cojín de plumón y lo sostuvo con fuerza. Apretó los dientes y sus manos comenzaron a temblar de miedo ante el torrente de pensamientos que inundó su cabeza. De pronto, como si a ese cóctel le faltara una banda sonora, en su cabeza comenzó a sonar «si no existe otro camino, si no puedo hacer algo más». Fernando soltó un último sollozo, alzó el cojín hasta la altura de la cabeza de su madre y, en ese momento, ella lo miró con las cejas arqueadas y una gran sonrisa.
—¡Hijo! ¡Por fin has venido!
Fernando se quedó inmóvil. Su cara, regada por dos grandes surcos de agua, palideció de inmediato. El cojín se precipitó lentamente hacia el suelo, Fernando cayó de rodillas sobre él, balbuceó algo incomprensible y rompió a llorar desconsoladamente.
—Sí, yo también te he echado de menos —dijo ella entre sollozos mientras le acariciaba la cabeza.
Cuando Fernando regresó de nuevo a su casa se encontró a Bárbara en el recibidor. Soltó la maleta, que se abrió al golpear el suelo, y se derrumbó en los brazos de su mujer.
—Ha vuelto a ocurrir, ¿verdad? —preguntó ella, meciéndole los cabellos.
—Sí —contestó él sin dejar de llorar.