Se puso la mochila a la espalda y emprendió el camino. Llevaba tres mudas, viandas suficientes para el trayecto y el poco dinero que le quedaba; esperaba que con eso pudiera afrontar los kilómetros que le separaban de la frontera. Ya en tierra prometida, más allá de las montañas, buscaría la forma de ganarse la vida, pero no iba a gastar ni un minuto más de su tiempo en aquel país, antes querido y ahora odiado.
Cruzó la frontera con los últimos tres céntimos que le quedaban. Los arrojó al suelo y se sacudió la tierra de los zapatos. «No hay equipaje más pesado que los recuerdos», pensó. Y, ya más ligero, siguió caminando hasta el cartel que anunciaba, en idioma extranjero, que había una vacante para limpiar los pozos negros del hostal. Y por fin sintió un soplo de aire fresco.