Era la primera vez que se veían en esa barra, aunque Myriam nunca lo habría sospechado cuando se bajó de su Harley-Davidson del 86. Aprovechando que el sol ya empezaba a ocultarse tras el mar decidió descansar en aquella estación de servicio. Embriagada de velocidad, se prometió que la parada sería breve.
Sí. A Myriam le gustaba sentir todo su cuerpo acariciando por el aire a ciento cincuenta kilómetros por hora. Todas las tardes, al terminar de trabajar, tomaba su vehículo rumbo a cualquier destino. Era su vía de escape, su forma de evadirse de la rutina. Normalmente cabalgaba su motocicleta por la autopista que sigue la línea de costa, pero ya estaba suficientemente saturada de olor a salitre y decidió perderse por una carretera de montaña que permitiera otear el mar desde las alturas.
Myriam apagó el motor, se bajó de la motocicleta y la inclinó para que descansara sobre la pata de apoyo. Se quitó el casco y liberó su castaña cabellera sacudiendo levemente su cabeza, dejando que el viento la hiciera ondear con suavidad. Con paso tranquilo y aplomado se dirigió a la cafetería de la estación de servicio y entró con la cabeza erguida mientras todas las miradas se dirigían a ella.
Todas, menos la mirada de Ernesto, que seguía absorto en su café con leche. Doce años conformándose con el aguado café de la cárcel provincial, y una familia que le había dejado definitivamente de lado, le parecían motivos más que suficientes para que su primer destino tras salir de prisión fuera esa cafetería, que tantas veces frecuentara cuando trabajaba de camionero. Si no hubiera cometido ese desliz con aquella autoestopista habría podido saborear su café favorito durante los últimos doce años.
Ernesto no había reparado en la presencia de Myriam. Y habría seguido sin hacerlo de no ser porque cada sorbo que daba ella a la cerveza era más escandaloso que el anterior, y porque cada vez que apoyaba la jarra en la barra daba un leve golpe. Era el ritual de Myriam, la forma en que más disfrutaba la cerveza. Y ese ruidoso ritual había despertado a Ernesto de su aromático idilio con el café con leche.
Ernesto sostuvo la bebida, aún caliente, con la mano izquierda y miró a Myriam. Se fijó en que acababa de colocarse un cigarrillo en la boca, y que andaba rebuscando en su bolso. Sin mediar palabra, Ernesto introdujo dos dedos en el bolsillo de su camisa y sacó de él un mechero, que acercó al cigarrillo de Myriam alargando el brazo. Ella sacaba un encendedor de su bolso cuando se percató del ofrecimiento, y, guardándolo de nuevo, guiñó un ojo a Ernesto a modo de agradecimiento.
—Ya que no le doy uso, qué mejor que compartirlo —dijo él.
Era la primera vez que se dirigían la palabra. No se conocían de antes, no se habían visto nunca. Pero si algo ha de repetirse es necesario que tenga una primera vez.
—¿No fumas?
Ernesto encendió el mechero.
—Ya no —contestó mientras acercaba la llama al cigarrillo.
Myriam, a la que sólo la separaba de la mano de Ernesto aquel canuto de tabaco, dio una profunda calada al cigarrillo con los ojos cerrados hasta encenderlo. Luego miró a Ernesto con ojos de agradecimiento mientras expulsaba el humo por la comisura derecha de sus labios.
—Soy Myriam. ¿Qué haces por aquí? ¿Trabajar?
—Yo soy Ernesto. Salgo del trabajo —mintió él.
—Qué interesante. —Myriam dio otra profunda calada al cigarrillo. —¿Y en qué trabajas?
Ernesto pensó en decirle que era camionero. Pensaba que una mentira sería más fácil de manejar si se basaba en cosas que él conociera, pero recordó que no había ningún camión el aparcamiento de la estación de servicio, así que desechó la idea. Se reprochó mentalmente el haber mentido, pero recordó que no podía presentarse como «un preso recién liberado». Con toda probabilidad, ninguna mujer mostraría el más mínimo interés en alguien que acababa de cumplir condena por violación.
—Trabajo de jardinero en una urbanización —mintió, de nuevo—. Mejor dicho, trabajaba. Hoy se me terminó el contrato y aquí estoy, celebrándolo. —Alzó la taza de café con leche a modo de brindis.
Myriam alzó su jarra mientras reía, y contestó:
—Creo que hay formas mejores de celebrarlo.
—¿Cómo cuál? —preguntó Ernesto con curiosidad.
—De momento limítate a aceptar mi invitación.
Myriam aprovechó que una camarera miraba hacia ella para, con un gesto, pedirle que sirviera una jarra a Ernesto. Él la rechazó con gentileza, pero Myriam insistió.
—Está bien. Te la acepto —dijo Ernesto haciéndose el enfadado—, pero no pretendas que acepte más invitaciones.
Myriam sentía que Ernesto se estaba haciendo de rogar, y se convenció de estar en lo cierto al ver que no sólo aceptó otras tres cervezas, sino que ambos acabaron compartiendo varias tapas de camarones, croquetas y ensaladilla.
El atardecer había dado paso a la noche cerrada, y las cervezas habían dado paso a los cócteles. La cafetería se vaciaba lentamente, pero Myriam y Ernesto la habían mantenido animada jugando a los dardos en medio de un espeso humo de olor dulce, que los pocos clientes que quedaban habían identificado al instante.
Tras la última partida, Ernesto y Myriam, sentados en la barra, se descubrieron conversando tomados de la mano. Él saboreaba un tercer grado, mientras ella apuraba su segundo gin tonic. La cafetería ya estaba vacía. Dos camareros terminaban de barrer el suelo mientras otra camarera iba apagando estratégicamente las luces de la barra, señal con la que Myriam interpretó inequívoca que querían cerrar ya.
—Son las dos de la madrugada —dijo ella mirando su reloj—. ¿Tienes cómo ir a casa?
—Seguro que hay algún autobús.
—Entonces te llevo —contestó, tajante, con una sonrisa.
Myriam se subió en la Harley-Davidson y Ernesto se sentó en el asiento trasero.
—Pase lo que pase no te sueltes de mi cintura —dijo Myriam mientras arrancaba el motor.
Ernesto titubeó. Myriam, que se percató de ello, le preguntó:
—¿Ibas a decirme algo?
—Sí —. Volvió a titubear—. No tengo casco.
—No va a pasar nada. Pero si te sientes más seguro, toma el mío. —Se quitó el casco y se lo pasó—. Yo controlo.
Ernesto le dio las gracias y se puso el casco. Una vez se hubo acomodado, Myriam inició la marcha a escasa velocidad. Para dar confianza a su pasajero, aceleró de forma progresiva, hasta que alcanzó los noventa kilómetros por hora.
—¿Es la primera vez que vas en moto?
—No, pero hace muchos años que no me subo a una…
Ernesto cortó abruptamente la frase al recordar que había perdido dos parientes cercanos y un amigo en sendos accidentes de motocicleta. No sentía un miedo latente, pero sí le había hecho ganar respeto por ese tipo de vehículos. Además, la última vez que había montado en una motocicleta había sido antes de ingresar en prisión. Sin embargo, temía que ella, tan segura de sí misma, no lo tomase en serio si le veía temeroso al montar sobre dos ruedas.
—¿Qué más ibas a decir?
—Que si siempre conduces así… —Titubeó. De pronto se sentía eufórico y no pudo evitar que de su boca salieran las siguientes palabras—: …no me bajaría nunca de esta moto.
Myriam sintió de pronto un nudo en el estómago, esbozó una sonrisa, y una leve lágrima intentó deslizarse fuera del ojo. No solía externalizar tan fácilmente sus emociones, y menos aún las que la hacían parecer débil, pero la mezcla de alcoholes y otras sustancias había incrementado su sensibilidad.
Era la primera vez que ambos compartían una motocicleta, y Myriam estaba empezando a desear que no fuera la última. Como si buscara el contacto con Ernesto, echó sus caderas todo lo que pudo hacia atrás y pegó su espalda al pecho de su acompañante, quien respondió agarrando con más fuerza la cintura de Myriam, y subiendo con sutileza las manos hasta llegar un poco por debajo de los senos.
La motocicleta siempre le generaba a Myriam un torbellino de emociones, pero esta vez era diferente. Las emociones no fluían de la motocicleta, sino de sus adentros. Era como si una llama hubiera prendido fuego en su interior, y se preguntaba si a Ernesto le estaría ocurriendo lo mismo.
—¿A dónde te llevo?
Ernesto se estiró lo suficiente como para quedar pegado al oído de Myriam.
—A algún lugar donde pueda pedirte matrimonio.
Apenas había terminado la frase, Myriam comenzó a reír, lo que hizo a Ernesto enrojecer, fruncir el entrecejo y maldecirse por dejarse llevar por su euforia. Pero por algún motivo tuvo la sensación de que aquella risa era sincera, y también algo nerviosa. Pensó, aliviado, que quizá ella estaba liberando parte de la tensión del momento, y dejó escapar un gran suspiro.
Aprovechando que había una recta prolongada, Myriam se inclinó hacia atrás, escorándose ligeramente a la izquierda, hasta que consiguió tener a Ernesto cara a cara.
—Eso será más tarde —contestó ella al fin con una sonrisa.
Y ambos acercaron sus labios hasta juntarse con tímida pasión.
De pronto ambos se separaron. Una fuerte sacudida hizo que el beso terminara antes de lo esperado.
Ernesto, despojado de la cintura de Myriam y del asiento, sintió como si volara. No era capaz de comprender qué ocurría hasta que pudo ver, en una fracción de segundo, que la Harley-Davidson proseguía su marcha y que él no estaba en el asiento trasero. Antes de que su cabeza golpeara con sequedad el poste de una farola oxidada tuvo tiempo de maldecir la gravilla que le había parecido ver en el asfalto justo un instante antes de que la motocicleta perdiera la adherencia.
Mientras Ernesto parecía flotar ingrávido con rumbo incontrolable hacia la farola, Myriam seguía aferrada al manillar, pero todo su cuerpo ondeaba como una bandera mientras la motocicleta completaba un trazado cada vez más sinuoso. Sus manos cedieron finalmente en el momento en que su cintura se empotró contra el muro de lo que parecía una antigua vivienda en ruinas. Aún creía sentir en su espalda el calor emanado por el torso de Ernesto cuando impactó contra aquella pared.
Ni Ernesto ni Myriam fueron conscientes de cuándo llegó el furgón de atestados. Ni de los gritos de un agente de la guardia civil pidiendo dos ambulancias de soporte vital avanzado a través de su intercomunicador. Ni de los primeros auxilios practicados por los enfermeros. Ni del fugaz trayecto que hicieron en dos ambulancias hasta el hospital.
Era la primera vez que ambos compartían la misma habitación, pero no fueron conscientes de ello. Los médicos medían sus constantes vitales, cada vez más deterioradas, mientras trataban de estabilizar a Myriam y de hallar algún signo de actividad cerebral en el encéfalo de Ernesto.
Alguien del equipo médico preguntó si eran pareja.
Nadie lo sabía, pero todos se convencieron de que sí lo eran al ver que ambos corazones habían dejado de latir a la vez.
Si no recuerdo mal fue el primero que colgó el rubiales en el foro. A mi también me gustó. Veremos que se marca para el concurso de otoño que por cierto me tiene frito. Creo que solicitaré ser jurado. lo llevas claro socio jajajaja
¡Hola, Gava! ¡Bienvenido!
En efecto, fue con el que me estrené. A decir verdad fue mi primer relato en serio, y el único que ha sobrevivido al implacable crítico interior que llevamos dentro.
Si vas a ser jurado del concurso, me veo custodiando las últimas posiciones :P.
No había leído esta historia. Y me gustado todo: los personajes, la forma de la narración y el final. Bien.
Me alegra mucho esto que comentas. «La primera vez» fue el primer relato serio que escribí, y aunque no lo busco expresamente, suelo notar que siempre vuelvo a esta forma de escribir, en la que, por cierto, me siento bastante cómodo 🙂 .